viernes, 28 de octubre de 2022

Santiago Lorenzo

Esas catilinarias


El mayor temor de Santiago Lorenzo es caerse a la ría desde lo alto del puente colgante de Portugalete, lugar donde nació en 1964. Hijo de profesores, estudió imagen y guion en la Universidad Complutense y dirección escénica en la Real Escuela Superior de Arte Dramático de Madrid. En 1992 creó la productora El Lápiz de la Factoría, con la que dirigió cortometrajes como Bru, Es asunto mío o el aplaudido Manualidades. Porque además de eso, a este artesano siempre le gustó construir maquetas imposibles y montar trenes portátiles.

En 1995, produjo Caracol, col, col, que le valió pisar alfombra roja de los Premios Goya, que ganó en la categoría a Mejor Corto de Animación.

Lorenzo estudió en Bilbao y luego en Valladolid, ciudad a la que siempre ha seguido vinculado. Allí rodó alguno de sus cortos, y parte de sus largos como Mamá es boba (1997). La historia palentina de un niño algo alelado, pero a la vez muy lúcido, acosado en el colegio y con unos padres que, a su pesar, le provocan una vergüenza tremenda. La película pasará a la historia como uno de los filmes de culto de la comedia agridulce y podría servir como mito fundacional del post-humor que busca la risa incómoda. Con ella fue nominado al Premio FIPRESCI en el Festival de Cine de Londres.

También rodó en Valladolid, Un buen día lo tiene cualquiera (2007), donde vuelve a elevar una historia de una persona para explicar un problema colectivo: la incapacidad, afectiva e inmobiliaria, para encontrar un sitio en el mundo o un piso en la ciudad.

En 2001 abrió, junto a Mer García Navas, Lana S.A., un taller dedicado al diseño de escenografía y decorados.

Pero a Santiago Lorenzo, el mundo del cine empezó a hastiarle y decidió cederle sus ideas a la literatura, por lo que en 2010 publicó la novela Los millones (Mondo Brutto), uno de los libros del año con un gancho cómico y un golpe más bien trágico: a uno del GRAPO le toca la lotería primitiva y no puede cobrar el premio porque carece de DNI. Desde entonces, ha escrito Los huerfanitos (Blakie Books, 2012) en donde ha continuado atacando los vicios de la sociedad de la única forma posible: con la risa, "el recurso de los hombres que gozan de una inteligencia libre de presunción". Fue llevada al teatro por la compañía Traspasos Kultur

La paradoja es que Santiago Lorenzo pasó de cineasta de culto a escritor superventas con Los asquerosos (Blackie Books, 2018), un humorístico alegato del aislamiento, aunque para él su libro preferido es el tercero, Las ganas (Blackie Books, 2014), una novela tierna que el sexo es realmente importante cuando no lo practicas pero lo es más aún el amor.

En la actualidad, Lorenzo vive en una pedanía de Segovia con menos de veinte habitantes. Le gusta la tranquilidad, la austeridad sin tontería y no ser molestado. Es perfeccionista seguramente debido a su afición a las maquetas y no tiene redes sociales, pero sí usa Internet ("es perfecto para estar solo o para estar acompañado").

Mientras busca leña, se hace cafés o come churros escribe libros como Tostonazo (Blackie Books, 2022), que presenta estos días en ciudades que quizá rebosen de mochufa, urbanitas que exportan barullo, un concepto que consiguió introducir en el vocabulario gracias a Los asquerosos. Ahora a esa categoría le sucede otra, los Sixtos, esas personas que lo estropean todo, son los que mandan y encima están ahí por enchufe. Tostonazo, desde su experiencia en el mundo del cine, habla del respeto al que sabe y la del miedo al que manda. La primera es un vínculo de admiración, la segunda lleva a veces al desprecio.
El protagonista es un joven sin oficio ni beneficio que se ve, de repente, trabajando como becario en un film de cierto empaque. El rodaje va a estar mangoneado por un ignorante que manda sobre todos. Después de la experiencia, para olvidarse de la capital, el chico acepta un trabajo en un lugar de provincias. Y justo allí, cerca de la España vaciada , el joven descubre la amistad, la alegría de ser y la vida vivible. ¿Os suena?

Con todo, Santiago Lorenzo a veces echa de menos estar detrás de la cámara. «Sí. Era un oficio maravilloso. En realidad este libro es una declaración de amor al cine, pero como actividad humana y recreativa, no como negocio.»

viernes, 21 de octubre de 2022

DON QUIJOTE VA AL ENTIERRO DE GRISÓSTOMO

En el capítulo XII, mientras le curan la herida a don Quijote, llega otro mozo y les trae la noticia de que un famoso estudiante llamado Grisóstomo ha muerto de amores por culpa de una moza llamada Marcela. Dejó en su testamento que desea ser enterrado en un lugar en el campo donde vio por primera vez a Marcela. Pedro, uno de los cabreros, comienza a contarle la historia de Grisóstomo a don Quijote, mientras nuestro protagonista le corrige sus errores de habla.

Grisóstomo era un hidalgo rico que había estudiado en Salamanca y sabía mucho de la astrología. Un día comenzó a vestirse de pastor y nadie en el pueblo entendió el motivo. Resulta que estaba enamorado de una pastora llamada Marcela. A Marcela se le habían muerto los padres, por lo que la crió su tío sacerdote. Era tan hermosa que todos los hombres el el pueblo querían casarse con ella. Su tío le proponía los que consideraba buenos candidatos, pero ella no se sentía lista para casarse con ninguno. Un día, Marcela decidió vestirse de pastora e irse al campo con las otras zagalas. Por ende, todos los hombres que querían enamorarla también se vistieron de pastores para ir al campo e intentar cortejarla. Ella les trataba amablemente, pero cuando descubría sus intenciones, aunque fueran matrimonio, ella los rechazaba. Por tantos rechazos, los hombres comenzaron a llamarla cruel e ingrata.



Donde se da fin al cuento de la pastora Marcela, con otros sucesos

Mas apenas comenzó a descubrirse el día por los balcones del oriente, cuando los cinco de los seis cabreros se levantaron y fueron a despertar a don Quijote y a decille si estaba todavía con propósito de ir a ver el famoso entierro de Grisóstomo, y que ellos le harían compañía. Don Quijote, que otra cosa no deseaba, se levantó y mandó a Sancho que ensillase y enalbardase al momento, lo cual él hizo con mucha diligencia, y con la mesma se pusieron luego todos en camino. Y no hubieron andado un cuarto de legua, cuando al cruzar de una senda vieron venir hacia ellos hasta seis pastores vestidos con pellicos negros y coronadas las cabezas con guirnaldas de ciprés y de amarga adelfa. Traía cada uno un grueso bastón de acebo en la mano. Venían con ellos asimesmo dos gentileshombres de a caballo, muy bien aderezados de camino, con otros tres mozos de a pie que los acompañaban. En llegándose a juntar se saludaron cortésmente y, preguntándose los unos a los otros dónde iban, supieron que todos se encaminaban al lugar del entierro y, así, comenzaron a caminar todos juntos.

Uno de los de a caballo, hablando con su compañero, le dijo:

—Paréceme, señor Vivaldo, que habemos de dar por bien empleada la tardanza que hiciéremos en ver este famoso entierro, que no podrá dejar de ser famoso, según estos pastores nos han contado estrañezas ansí del muerto pastor como de la pastora homicida.

—Así me lo parece a mí —respondió Vivaldo—, y no digo yo hacer tardanza de un día, pero de cuatro la hiciera a trueco de verle.

Preguntóles don Quijote qué era lo que habían oído de Marcela y de Grisóstomo. El caminante dijo que aquella madrugada habían encontrado con aquellos pastores y que, por haberles visto en aquel tan triste traje, les habían preguntado la ocasión por que iban de aquella manera; que uno dellos se lo contó, contando la estrañeza y hermosura de una pastora llamada Marcela y los amores de muchos que la recuestaban, con la muerte de aquel Grisóstomo a cuyo entierro iban. Finalmente, él contó todo lo que Pedro a don Quijote había contado.

Cesó esta plática y comenzóse otra, preguntando el que se llamaba Vivaldo a don Quijote qué era la ocasión que le movía a andar armado de aquella manera por tierra tan pacífica. A lo cual respondió don Quijote:

—La profesión de mi ejercicio no consiente ni permite que yo ande de otra manera. El buen paso, el regalo y el reposo, allá se inventó para los blandos cortesanos; mas el trabajo, la inquietud y las armas solo se inventaron e hicieron para aquellos que el mundo llama caballeros andantes, de los cuales yo, aunque indigno, soy el menor de todos.

Apenas le oyeron esto, cuando todos le tuvieron por loco; y por averiguarlo más y ver qué género de locura era el suyo, le tornó a preguntar Vivaldo que qué quería decir caballeros andantes.

—¿No han vuestras mercedes leído —respondió don Quijote— los anales e historias de Ingalaterra, donde se tratan las famosas fazañas del rey Arturo, que continuamente en nuestro romance castellano llamamos «el rey Artús», de quien es tradición antigua y común en todo aquel reino de la Gran Bretaña que este rey no murió, sino que por arte de encantamento se convirtió en cuervo, y que andando los tiempos ha de volver a reinar y a cobrar su reino y cetro, a cuya causa no se probará que desde aquel tiempo a este haya ningún inglés muerto cuervo alguno? Pues en tiempo deste buen rey fue instituida aquella famosa orden de caballería de los caballeros de la Tabla Redonda, y pasaron, sin faltar un punto, los amores que allí se cuentan de don Lanzarote del Lago con la reina Ginebra, siendo medianera dellos y sabidora aquella tan honrada dueña Quintañona, de donde nació aquel tan sabido romance, y tan decantado en nuestra España, de

Nunca fuera caballero
de damas tan bien servido
como fuera Lanzarote
cuando de Bretaña vino,

con aquel progreso tan dulce y tan suave de sus amorosos y fuertes fechos. Pues desde entonces de mano en mano fue aquella orden de caballería estendiéndose y dilatándose por muchas y diversas partes del mundo, y en ella fueron famosos y conocidos por sus fechos el valiente Amadís de Gaula, con todos sus hijos y nietos, hasta la quinta generación, y el valeroso Felixmarte de Hircania, y el nunca como se debe alabado Tirante el Blanco, y casi que en nuestros días vimos y comunicamos y oímos al invencible y valeroso caballero don Belianís de Grecia. Esto, pues, señores, es ser caballero andante, y la que he dicho es la orden de su caballería, en la cual, como otra vez he dicho, yo, aunque pecador, he hecho profesión, y lo mesmo que profesaron los caballeros referidos profeso yo. Y, así, me voy por estas soledades y despoblados buscando las aventuras, con ánimo deliberado de ofrecer mi brazo y mi persona a la más peligrosa que la suerte me deparare, en ayuda de los flacos y menesterosos.

Por estas razones que dijo acabaron de enterarse los caminantes que era don Quijote falto de juicio y del género de locura que lo señoreaba, de lo cual recibieron la mesma admiración que recibían todos aquellos que de nuevo venían en conocimiento della. Y Vivaldo, que era persona muy discreta y de alegre condición, por pasar sin pesadumbre el poco camino que decían que les faltaba, al llegar a la sierra del entierro quiso darle ocasión a que pasase más adelante con sus disparates, y, así, le dijo:

—Paréceme, señor caballero andante, que vuestra merced ha profesado una de las más estrechas profesiones que hay en la tierra, y tengo para mí que aun la de los frailes cartujos no es tan estrecha.

—Tan estrecha bien podía ser —respondió nuestro don Quijote—, pero tan necesaria en el mundo no estoy en dos dedos de ponello en duda. Porque, si va a decir verdad, no hace menos el soldado que pone en ejecución lo que su capitán le manda que el mesmo capitán que se lo ordena. Quiero decir que los religiosos, con toda paz y sosiego, piden al cielo el bien de la tierra, pero los soldados y caballeros ponemos en ejecución lo que ellos piden, defendiéndola con el valor de nuestros brazos y filos de nuestras espadas, no debajo de cubierta, sino al cielo abierto, puestos por blanco de los insufribles rayos del sol en el verano y de los erizados yelos del invierno. Así que somos ministros de Dios en la tierra y brazos por quien se ejecuta en ella su justicia. Y como las cosas de la guerra y las a ellas tocantes y concernientes no se pueden poner en ejecución sino sudando, afanando y trabajando, síguese que aquellos que la profesan tienen sin duda mayor trabajo que aquellos que en sosegada paz y reposo están rogando a Dios favorezca a los que poco pueden. No quiero yo decir, ni me pasa por pensamiento, que es tan buen estado el de caballero andante como el del encerrado religioso: solo quiero inferir, por lo que yo padezco, que sin duda es más trabajoso y más aporreado, y más hambriento y sediento, miserable, roto y piojoso, porque no hay duda sino que los caballeros andantes pasados pasaron mucha mala ventura en el discurso de su vida; y si algunos subieron a ser emperadores por el valor de su brazo, a fe que les costó buen porqué de su sangre y de su sudor, y que si a los que a tal grado subieron les faltaran encantadores y sabios que los ayudaran, que ellos quedaran bien defraudados de sus deseos y bien engañados de sus esperanzas.

—De ese parecer estoy yo —replicó el caminante—, pero una cosa entre otras muchas me parece muy mal de los caballeros andantes, y es que cuando se ven en ocasión de acometer una grande y peligrosa aventura, en que se vee manifiesto peligro de perder la vida, nunca en aquel instante de acometella se acuerdan de encomendarse a Dios, como cada cristiano está obligado a hacer en peligros semejantes, antes se encomiendan a sus damas, con tanta gana y devoción como si ellas fueran su Dios, cosa que me parece que huele algo a gentilidad.

—Señor —respondió don Quijote—, eso no puede ser menos en ninguna manera, y caería en mal caso el caballero andante que otra cosa hiciese, que ya está en uso y costumbre en la caballería andantesca que el caballero andante que al acometer algún gran hecho de armas tuviese su señora delante, vuelva a ella los ojos blanda y amorosamente, como que le pide con ellos le favorezca y ampare en el dudoso trance que acomete; y aun si nadie le oye, está obligado a decir algunas palabras entre dientes, en que de todo corazón se le encomiende, y desto tenemos innumerables ejemplos en las historias. Y no se ha de entender por esto que han de dejar de encomendarse a Dios, que tiempo y lugar les queda para hacerlo en el discurso de la obra.

—Con todo eso —replicó el caminante—, me queda un escrúpulo, y es que muchas veces he leído que se traban palabras entre dos andantes caballeros, y, de una en otra, se les viene a encender la cólera, y a volver los caballos y tomar una buena pieza del campo, y luego, sin más ni más, a todo el correr dellos, se vuelven a encontrar, y en mitad de la corrida se encomiendan a sus damas; y lo que suele suceder del encuentro es que el uno cae por las ancas del caballo, pasado con la lanza del contrario de parte a parte, y al otro le viene también, que, a no tenerse a las crines del suyo, no pudiera dejar de venir al suelo. Y no sé yo cómo el muerto tuvo lugar para encomendarse a Dios en el discurso de esta tan acelerada obra. Mejor fuera que las palabras que en la carrera gastó encomendándose a su dama las gastara en lo que debía y estaba obligado como cristiano. Cuanto más, que yo tengo para mí que no todos los caballeros andantes tienen damas a quien encomendarse, porque no todos son enamorados.

—Eso no puede ser —respondió don Quijote—: digo que no puede ser que haya caballero andante sin dama, porque tan proprio y tan natural les es a los tales ser enamorados como al cielo tener estrellas, y a buen seguro que no se haya visto historia donde se halle caballero andante sin amores; y por el mesmo caso que estuviese sin ellos, no sería tenido por legítimo caballero, sino por bastardo y que entró en la fortaleza de la caballería dicha, no por la puerta, sino por las bardas, como salteador y ladrón.

—Con todo eso —dijo el caminante—, me parece, si mal no me acuerdo, haber leído que don Galaor, hermano del valeroso Amadís de Gaula, nunca tuvo dama señalada a quien pudiese encomendarse; y, con todo esto, no fue tenido en menos, y fue un muy valiente y famoso caballero.

A lo cual respondió nuestro don Quijote:

—Señor, una golondrina sola no hace verano. Cuanto más, que yo sé que de secreto estaba ese caballero muy bien enamorado; fuera que aquello de querer a todas bien cuantas bien le parecían era condición natural, a quien no podía ir a la mano. Pero, en resolución, averiguado está muy bien que él tenía una sola a quien él había hecho señora de su voluntad, a la cual se encomendaba muy a menudo y muy secretamente, porque se preció de secreto caballero.

—Luego si es de esencia que todo caballero andante haya de ser enamorado —dijo el caminante—, bien se puede creer que vuestra merced lo es, pues es de la profesión. Y si es que vuestra merced no se precia de ser tan secreto como don Galaor, con las veras que puedo le suplico, en nombre de toda esta compañía y en el mío, nos diga el nombre, patria, calidad y hermosura de su dama, que ella se tendría por dichosa de que todo el mundo sepa que es querida y servida de un tal caballero como vuestra merced parece.

Aquí dio un gran suspiro don Quijote y dijo:

—Yo no podré afirmar si la dulce mi enemiga gusta o no de que el mundo sepa que yo la sirvo. Solo sé decir, respondiendo a lo que con tanto comedimiento se me pide, que su nombre es Dulcinea; su patria, el Toboso, un lugar de la Mancha; su calidad por lo menos ha de ser de princesa, pues es reina y señora mía; su hermosura, sobrehumana, pues en ella se vienen a hacer verdaderos todos los imposibles y quiméricos atributos de belleza que los poetas dan a sus damas: que sus cabellos son oro, su frente campos elíseos, sus cejas arcos del cielo, sus ojos soles, sus mejillas rosas, sus labios corales, perlas sus dientes, alabastro su cuello, mármol su pecho, marfil sus manos, su blancura nieve, y las partes que a la vista humana encubrió la honestidad son tales, según yo pienso y entiendo, que solo la discreta consideración puede encarecerlas, y no compararlas.

—El linaje, prosapia y alcurnia querríamos saber —replicó Vivaldo.

A lo cual respondió don Quijote:

—No es de los antiguos Curcios, Gayos y Cipiones romanos, ni de los modernos Colonas y Ursinos, ni de los Moncadas y Requesenes de Cataluña, ni menos de los Rebellas y Villanovas de Valencia, Palafoxes, Nuzas, Rocabertis, Corellas, Lunas, Alagones, Urreas, Foces y Gurreas de Aragón, Cerdas, Manriques, Mendozas y Guzmanes de Castilla, Alencastros, Pallas y Meneses de Portugal; pero es de los del Toboso de la Mancha, linaje, aunque moderno, tal, que puede dar generoso principio a las más ilustres familias de los venideros siglos. Y no se me replique en esto, si no fuere con las condiciones que puso Cervino al pie del trofeo de las armas de Orlando, que decía:


Nadie las mueva
que estar no pueda con Roldán a prueba.

—Aunque el mío es de los Cachopines de Laredo —respondió el caminante—, no le osaré yo poner con el del Toboso de la Mancha, puesto que, para decir verdad, semejante apellido hasta ahora no ha llegado a mis oídos.

—¡Como eso no habrá llegado! —replicó don Quijote.

Con gran atención iban escuchando todos los demás la plática de los dos, y aun hasta los mesmos cabreros y pastores conocieron la demasiada falta de juicio de nuestro don Quijote. Solo Sancho Panza pensaba que cuanto su amo decía era verdad, sabiendo él quién era y habiéndole conocido desde su nacimiento; y en lo que dudaba algo era en creer aquello de la linda Dulcinea del Toboso, porque nunca tal nombre ni tal princesa había llegado jamás a su noticia, aunque vivía tan cerca del Toboso.

En estas pláticas iban, cuando vieron que, por la quiebra que dos altas montañas hacían, bajaban hasta veinte pastores, todos con pellicos de negra lana vestidos y coronados con guirnaldas, que, a lo que después pareció, eran cuál de tejo y cuál de ciprés. Entre seis dellos traían unas andas, cubiertas de mucha diversidad de flores y de ramos.

Lo cual visto por uno de los cabreros, dijo:

—Aquellos que allí vienen son los que traen el cuerpo de Grisóstomo, y el pie de aquella montaña es el lugar donde él mandó que le enterrasen.

Por esto se dieron priesa a llegar, y fue a tiempo que ya los que venían habían puesto las andas en el suelo, y cuatro dellos con agudos picos estaban cavando la sepultura, a un lado de una dura peña.

Recibiéronse los unos y los otros cortésmente, y luego don Quijote y los que con él venían se pusieron a mirar las andas, y en ellas vieron cubierto de flores un cuerpo muerto, vestido como pastor, de edad, al parecer, de treinta años; y, aunque muerto, mostraba que vivo había sido de rostro hermoso y de disposición gallarda. Alrededor dél tenía en las mesmas andas algunos libros y muchos papeles, abiertos y cerrados. Y así los que esto miraban como los que abrían la sepultura, y todos los demás que allí había, guardaban un maravilloso silencio. Hasta que uno de los que al muerto trujeron dijo a otro:

—Mirá bien, Ambrosio, si es este el lugar que Grisóstomo dijo, ya que queréis que tan puntualmente se cumpla lo que dejó mandado en su testamento.

—Este es —respondió Ambrosio—, que muchas veces en él me contó mi desdichado amigo la historia de su desventura. Allí me dijo él que vio la vez primera a aquella enemiga mortal del linaje humano, y allí fue también donde la primera vez le declaró su pensamiento, tan honesto como enamorado, y allí fue la última vez donde Marcela le acabó de desengañar y desdeñar, de suerte que puso fin a la tragedia de su miserable vida. Y aquí, en memoria de tantas desdichas, quiso él que le depositasen en las entrañas del eterno olvido.

Y volviéndose a don Quijote y a los caminantes, prosiguió diciendo:

—Ese cuerpo, señores, que con piadosos ojos estáis mirando, fue depositario de un alma en quien el cielo puso infinita parte de sus riquezas. Ese es el cuerpo de Grisóstomo, que fue único en el ingenio, solo en la cortesía, estremo en la gentileza, fénix en la amistad, magnífico sin tasa, grave sin presunción, alegre sin bajeza, y, finalmente, primero en todo lo que es ser bueno, y sin segundo en todo lo que fue ser desdichado. Quiso bien, fue aborrecido; adoró, fue desdeñado; rogó a una fiera, importunó a un mármol, corrió tras el viento, dio voces a la soledad, sirvió a la ingratitud, de quien alcanzó por premio ser despojos de la muerte en la mitad de la carrera de su vida, a la cual dio fin una pastora a quien él procuraba eternizar para que viviera en la memoria de las gentes, cual lo pudieran mostrar bien esos papeles que estáis mirando, si él no me hubiera mandado que los entregara al fuego en habiendo entregado su cuerpo a la tierra.

—De mayor rigor y crueldad usaréis vos con ellos —dijo Vivaldo— que su mesmo dueño, pues no es justo ni acertado que se cumpla la voluntad de quien lo que ordena va fuera de todo razonable discurso. Y no le tuviera bueno Augusto César si consintiera que se pusiera en ejecución lo que el divino Mantuano dejó en su testamento mandado. Ansí que, señor Ambrosio, ya que deis el cuerpo de vuestro amigo a la tierra, no queráis dar sus escritos al olvido, que si él ordenó como agraviado, no es bien que vos cumpláis como indiscreto; antes haced, dando la vida a estos papeles, que la tenga siempre la crueldad de Marcela, para que sirva de ejemplo, en los tiempos que están por venir, a los vivientes, para que se aparten y huyan de caer en semejantes despeñaderos; que ya sé yo, y los que aquí venimos, la historia deste vuestro enamorado y desesperado amigo, y sabemos la amistad vuestra y la ocasión de su muerte, y lo que dejó mandado al acabar de la vida, de la cual lamentable historia se puede sacar cuánto haya sido la crueldad de Marcela, el amor de Grisóstomo, la fe de la amistad vuestra, con el paradero que tienen los que a rienda suelta corren por la senda que el desvariado amor delante de los ojos les pone. Anoche supimos la muerte de Grisóstomo y que en este lugar había de ser enterrado, y así, de curiosidad y de lástima, dejamos nuestro derecho viaje y acordamos de venir a ver con los ojos lo que tanto nos había lastimado en oíllo. Y en pago desta lástima y del deseo que en nosotros nació de remedialla si pudiéramos, te rogamos, ¡oh discreto Ambrosio!, a lo menos, yo te lo suplico de mi parte, que, dejando de abrasar estos papeles, me dejes llevar algunos dellos.

Y sin aguardar que el pastor respondiese, alargó la mano y tomó algunos de los que más cerca estaban; viendo lo cual Ambrosio, dijo:

—Por cortesía consentiré que os quedéis, señor, con los que ya habéis tomado; pero pensar que dejaré de abrasar los que quedan es pensamiento vano.

Vivaldo, que deseaba ver lo que los papeles decían, abrió luego el uno dellos y vio que tenía por título Canción desesperada. Oyólo Ambrosio, y dijo:

—Ese es el último papel que escribió el desdichado; y porque veáis, señor, en el término que le tenían sus desventuras, leelde de modo que seáis oído, que bien os dará lugar a ello el que se tardare en abrir la sepultura.

—Eso haré yo de muy buena gana —dijo Vivaldo.

Y como todos los circunstantes tenían el mesmo deseo, se le pusieron a la redonda, y él, leyendo en voz clara, vio que así decía:

lunes, 3 de octubre de 2022

La Novena

Una herida siempre abierta




Miguel Flores se está preparando cuidadosamente para asistir a un funeral. ¿De quién ese funeral? ¿Por qué tanto esmero? ¿Tanto cuidado?

Un comienzo que poco nos va a anticipar de lo que encontraremos después, ya que enseguida vamos a retroceder unos cuantos años para encontrarnos con un Miguel que es detenido durante una protesta contra la dictadura de Pinochet y cuyo castigo será la relegación.

La relegación fue uno de los métodos de represalia más crueles que se utilizaron durante la dictadura y que consistía en enviar al detenido «con lo puesto» y sin dinero, a sitios inhóspitos, de difícil acceso y lejos de su lugar de origen en el que sólo disponían para vivir de un chamizo con un camastro, una bombilla de pequeño voltaje y poco más, teniendo que buscarse la vida en el más amplio sentido de la palabra.

En un ambiente casi siempre hostil y con pocos recursos, en el que los habitantes más próximos les mostraban su rechazo y desconfianza; y además teniendo que desplazarse varios kilómetros todos los días, en ocasiones varias veces, para firmar ante los "pacos" (que parece venir del quechua p'aku (castaño claro) y hace referencia a los ponchos castaños con los que se abrigaban los antiguos policías de Santiago) en el libro de firmas, sin importar cómo ni de qué manera, hiciera un sol abrasador o cayera una lluvia torrencial.

Cerca del lugar donde Miguel es relegado se encuentra el fundo de La Novena, propiedad de Amelia, una viuda de edad madura, que suele vivir allí la mayor parte de su tiempo huyendo de todo lo que envuelve la vida de la ciudad. En su fundo es donde Amelia está cómoda, vive como desea, con sus libros, sus recuerdos, con las cosas que ama y con un atardecer que disfruta mientras toma una copa de vino y da las gracias.

Miguel y Amelia pronto se conocerán y, aunque en un principio Miguel no tiene muy buena opinión de ella ésta irá cambiando poco a poco y se establecerá entre ellos una relación en la que se irán conociendo despacio mientras Amelia le contagiará su amor por la literatura, la novela Mary Barton, de Elizabeth Gaskell, una escritora inglesa del siglo XIX, victoriana, que retrata Manchester, en plena Revolución industria marcará todo el devenir del protagonista. También le ilustrará, le mostrará el camino para que vaya abriendo su mente con sus charlas, a la vez que le irá contando su vida que no siempre ha sido fácil.

Poco a poco la relación entre ellos hace que él cuestione sus prejuicios, en tanto que sus sentimientos pasan del profundo deseo de odiarla a una atracción y un vínculo permanente. Pero el azar y la actividad política de Miguel provocarán un giro en extremo, doloroso e irreparable para ambos.

La Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos exigiendo el fin de la impunidad.
Fuente: Kena Lorenzini

Aunque en un primer momento parece que el protagonista de la novela es Miguel, pronto nos daremos cuenta que no va a ser así, o por lo menos que no va a ser el único, ya que las mujeres Sybil y Mel, prima e hija de Amelia, y sobre todo esta última son las verdaderas protagonistas. Amelia, Mel y Sybil construyen una tríada de mujeres que ha sido marcada por las vicisitudes políticas del país, el amor, el dolor, el desengaño y la compasión. También aquí, con las tres protagonistas enérgicas, centrales, mater familias y arquetipo de la liberalidad femenina, Serrano plantea los dilemas de la libertad de la mujer, la sumisión, la infidelidad, el matrimonio, el trabajo y el sexo.

La Novena se divide en cuatro partes, un prólogo y un epílogo. Esta estructura permite marcar diferentes planos temporales y alternar entre un narrador omnisciente y uno autobiográfico. Las voces de Miguel, Amelia y Mel, la hija de la primera, se suceden en la historia, que salta de 1985 a 2005, en Chile e Inglaterra, y finaliza treinta años después del primer episodio.
Esa primera parte se desarrollará prácticamente entre conversaciones íntimas e intelectuales, donde lentamente se dará lugar a lo predecible: una tensión poco inocente empieza a surgir entre los protagonistas. Pero de improviso se cortará, dando lugar a la oscuridad real y palpable: la historia da un giro impredecible cuando los militares interrumpen las reflexiones y los atardeceres.

Lo cierto es que los saltos que va dando la narración, breves interrupciones que dan a entender la historia como contada por un tercer testigo y que giran a una voz en primera persona, para volver a la tercera, confunden y entretienen al mismo tiempo.

Sin duda, lo que sucede en La Novena está marcado por la dictadura de Pinochet, haciéndonos recapacitar sobre las formas de privación de la libertad que puedan no parecerlo, de esas crueldades que a simple vista no lo aparentan, pero también llevará a una reflexión sobre la traición, el amor, la redención o el perdón, pero no sólo hacia los demás, sino también hacia nosotros mismos.