martes, 28 de febrero de 2023

Jane Austen

La recreación de un microcosmos



Jane Austen nació en la rectoría de Steventon, un pequeño pueblo al noroeste de Hampshire, Inglaterra, el 16 de Diciembre de 1775. Fue la séptima hija y segunda niña del rector, el reverendo George Austen, y su mujer Cassandra Leigh. La familia Austen pertenecía al privilegiado mundo de la baja aristocracia (‘gentry’), una especie de clase alta baja o media alta, de la campiña inglesa. De sus hermanos, dos pertenecían al clero, uno heredó ricas posesiones en Kent y Hampshire de un primo lejano, y los dos más jóvenes se convirtieron en almirantes de la Marina británica; su única hermana, como la misma Jane, nunca se casó.

En sus felices años de adolescencia, la joven Jane comenzó a escribir, alentada seguramente por su padre, y algunas de las piezas fueron sus contribuciones para divertir a la familia. Esas obras juveniles, que datan de entre 1787 y 1793, se conservan en tres cuadernos y aparecieron publicadas como La historia de Inglaterra, Amor y amistad, El castillo Lesley y Catherine o el cenador.
La rectoría de Steventon fue el hogar de Jane durante los primeros 25 años de su vida. Desde aquí viajó a Kent para quedarse con su hermano Edward en su mansión de Godmersham Park cerca de Canterbury, y también pasó unas vacaciones algo más cortas en Bath, donde vivían sus tíos. Durante la década de 1790 escribió los primeros borradores de Sentido y Sensibilidad, Orgullo y Prejuicio y Northanger Abbey: sus viajes a Kent y Bath le proporcionaron el carácter local del marco de estas dos últimas novelas.

Paralelamente también comenzaba a ser una señorita, con interés por el atuendo y los bailes. Las visitas a las familias vecinas eran parte del ritual y Jane Austen llegó a establecer lazos de amistad para toda la vida con algunas de ellas, por ejemplo con las Lloyd en Deane y los Lefroy en Ashe (con ambas familias, los Austen emparentarían posteriormente) y con las Biggs de la mansión Manydown. El turno de enamorarse llegaría a Jane, durante el invierno de 1795. Si bien tenía algunos pretendientes nada serios, ella no parecía haber considerado a ninguno hasta que conoció a Tom Lefroy, un joven irlandés estudiante de leyes y que pasó esa temporada con sus parientes los Lefroy de Ashe. pues ninguno de los dos contaba con el dinero que les permitiese formalizar una relación. Tom fue despachado lo más pronto posible a Londres y no se le volvió a ver en el vecindario.
Tras este fracaso amoroso, Jane se concentraría en su trabajo literario. Ya anteriormente había completado su primera novela: Elinor y Marianne (posteriormente transformada en Sensatez y sentimientos, o Juicio y sentimiento o Sentido y sensibilidad, que son las formas más conocidas en que se ha traducido esta novela). A ella le siguieron Primeras impresiones (que pasaría a ser Orgullo y prejuicio y Susan (luego titulada como La abadía de Northanger). Sus viajes a Kent y Bath le proporcionaron el carácter local del marco de estas dos últimas novelas. La familia sentía especial predilección por Primeras impresiones y el Sr. Austen hizo un intento para que la publicasen, pero fue rechazada sin siquiera revisarla –gran error editorial-, en tanto que Susan fue aceptada para publicación hacia 1803, sin que apareciese impresa.

En 1801 el reverendo George Austen se retiró, y él y su mujer, con sus dos hijas Jane y Cassandra, dejaron Steventon y se establecieron en Bath. Los Austen alquilaron el número 4 de Sydney Place desde 1801 hasta 1804, y luego se quedaron en el número 3 de Green Park Buildings East, donde el señor Austen falleció en 1805.

Jane Austen se convertiría en residente de Bath y ahí pasaría ‘encerrada’ los siguientes 6 años. No parece haber sido una experiencia satisfactoria, pues ni Cassandra ni Jane consiguieron pretendientes ahí -es muy probable que ni siquiera hayan alentado a alguno- y artísticamente para Jane fue como si la tinta se hubiera secado, no parece haber escrito nada salvo los primeros capítulos de una novela inconclusa, Los Watson. Mientras los Austen vivieron en Bath, fueron de vacaciones a lugares de veraneo de la playa, incluido Lyme Regis en Dorset: esto le dio a Jane el marco para Persuasión. También fue durante una de esas vacaciones que, de acuerdo con los recuerdos de Cassandra que se tornaron en leyenda familiar, Jane conoció a un hombre con el que muy posiblemente se habría casado, sin embargo antes de que la pareja pudiera volver a encontrarse, lo que llegó fue la noticia de que el pretendiente había fallecido, la identidad de ese misterioso enamorado permanece a la fecha desconocida.

En 1806 la señora Austen y sus hijas se mudaron a Southampton con su hijo Frank Austen y la esposa de este, y luego en 1809 a Chawton, donde tuvieron una cabaña en uno de los terrenos de Edward en Hampshire. Martha Lloyd, amiga y emparentada con la familia, se encontraba en una situación similar, y la invitaron a ir a vivir con ellas. Así pasaría Jane Austen la mayor parte del resto de su vida. Regresaba a su condado natal, a la campiña y a una locación donde podría volver a tener el contacto con sus amistades, y lo más importante, el tiempo y el sosiego para retomar la pluma. Entre 1810 y 1817 revisó sus tres primeras novelas y también escribió otras tres: Mansfield Park, Emma y Persuasión.


Entonces se animó a intentar nuevamente publicar algo y la elección recayó en Sensatez y sentimientos, la tercera novela que tenía completa y que nunca antes había ofrecido a un editor. Su hermano favorito, Henry, residía en Londres y tenía varios contactos, entre ellos el antiguo editor de The Loiterer, la revista que él y James habían creado mientras estudiaban en Oxford. Egerton aceptó publicar la novela a condición de que los gastos corrieran a cuenta de la autora (lo más probable es que Henry pusiera el dinero) y así en noviembre de 1811, Sensatez y sentimientos apareció publicada sin que se identificase a su autora que simplemente se denominó “Una dama”.
A ese primer éxito siguió el de Orgullo y prejuicio, que apareció a finales de enero de 1813 “por la autora de Sensatez y sentimientos”. El furor comenzó, la gente tenía curiosidad por saber quien era la misteriosa novelista, varios nombres se barajaban, pero fue finalmente Henry, quien no pudo resistir revelar que se trataba de su hermana y pronto la identidad de la escritora era más bien un secreto a voces.
Jane Austen siguió trabajando sin parar los siguientes años, su talento estaba en auge y así en Chawton completó tres nuevas novelas. Tras Orgullo y prejuicio se publicó Mansfield Park en 1814, luego Emma –que forzadamente se vio obligada a dedicar al Príncipe Regente- a finales de diciembre de 1815 (aunque en la portada de la edición se indica 1816 como fecha de publicación), y Persuasión que aparecería publicada de manera póstuma en diciembre de 1817, junto con La abadía de Northanger, cuyo manuscrito había recuperado apenas el año anterior.

Jane enfermó en 1816, posiblemente de la enfermedad de Addison, una afección de los riñones ocasionada por el bacilo de la tuberculosis, pero no identificada en aquel tiempo, aunque también existe la posibilidad de que haya sido cáncer. No quería dar importancia al asunto, así que a inicios de 1817 comenzó una nueva novela (Sanditon), pero finalmente llegó un momento en que ni siquiera podía sostener un lápiz.

En el verano de 1817 su familia la llevó a Winchester para obtener tratamiento médico. Sin embargo, el médico no pudo hacer nada por ella, y falleció de manera tranquila el 18 de Julio de 1817 en su alojamiento del número 8 de College Street.

Fue enterrada unos días más tarde en la nave norte de la catedral de Winchester, y en 1967 se añadió una placa conmemorativa en la Poet’s Corner de la abadía de Westminster.

Las novelas de Jane Austen reflejan el mundo de la nobleza rural inglesa de la época, tal y como ella misma lo vivió. Debido al atractivo atemporal de sus entretenidos argumentos, y el ingenio e ironía de su estilo, sus obras nunca han sido descatalogadas por ninguna editorial desde su primera publicación, y son frecuentemente adaptadas al teatro, el cine y la televisión. Jane Austen es ahora una de las autoras más conocidas y queridas en todo el mundo.

lunes, 27 de febrero de 2023

MENUDO LÍO EN LA VENTA

El capítulo anterior da inicio a la tercera parte del primer libro. Tras despedirse de todos en el entierro, don Quijote y Sancho entran al bosque en busca de Marcela. Llegan a un prado y deciden apearse, comer y descansar un rato al lado de un arroyo. No muy lejos están más de 20 arrieros gallegos con su manada de yeguas. Rocinante se excita y corre hacia ellas, pero las yeguas no tienen ningún interés en un amorío con Rocinante y lo rechazan de la manera más violenta. Para el colmo, también le dan una paliza los arrieros.
Después de ver cómo le trataron a su caballo, don Quijote y Sancho arremeten contra los arrieros, pero son tantos que el par pierde la batalla. Los arrieros los dejan tirados y heridos en el suelo y se marchan.
Don Quijote admite que la culpa fue suya. Entonces le dice a Sancho que la próxima vez que alguien los ofenda, que él no debe esperar a que don Quijote responda, sino que él mismo debe levantar su espada y castigar al malhechor. En el caso de que acudan otros caballeros para ayudar al malhechor, entonces don Quijote se unirá a la batalla para defender a Sancho.
A Sancho no le gusta nada esta propuesta y le responde que es un hombre pacífico con esposa e hijos y que no va a levantar la espada contra nadie. Para convencerlo de que está equivocado don Quijote le dice que cuando tenga su isla para gobernar será necesario levantar espada para defenderla. Siguen conversando y don Quijote le explica que estos episodios son muy comunes en la vida de un caballero andante.
Deciden buscar una venta (o "castillo", según nuestro protagonista) donde pasar la noche. Como Rocinante está herido, don Quijote se sube en el asno de Sancho.


De lo que le sucedió al ingenioso hidalgo en la venta que él se imaginaba ser castillo

El ventero, que vio a don Quijote atravesado en el asno, preguntó a Sancho qué mal traía. Sancho le respondió que no era nada, sino que había dado una caída de una peña abajo, y que venía algo brumadas las costillas. Tenía el ventero por mujer a una no de la condición que suelen tener las de semejante trato, porque naturalmente era caritativa y se dolía de las calamidades de sus prójimos; y, así, acudió luego a curar a don Quijote y hizo que una hija suya doncella, muchacha y de muy buen parecer, la ayudase a curar a su huésped. Servía en la venta asimesmo una moza asturiana, ancha de cara, llana de cogote, de nariz roma, del un ojo tuerta y del otro no muy sana. Verdad es que la gallardía del cuerpo suplía las demás faltas: no tenía siete palmos de los pies a la cabeza, y las espaldas, que algún tanto le cargaban, la hacían mirar al suelo más de lo que ella quisiera. Esta gentil moza, pues, ayudó a la doncella, y las dos hicieron una muy mala cama a don Quijote en un camaranchón (desván) que en otros tiempos daba manifiestos indicios que había servido de pajar muchos años; en la cual también alojaba un arriero, que tenía su cama hecha un poco más allá de la de nuestro don Quijote, y, aunque era de las enjalmas y mantas de sus machos, hacía mucha ventaja a la de don Quijote, que solo contenía cuatro mal lisas tablas sobre dos no muy iguales bancos y un colchón que en lo sutil parecía colcha, lleno de bodoques, que, a no mostrar que eran de lana por algunas roturas, al tiento en la dureza semejaban de guijarro, y dos sábanas hechas de cuero de adarga, y una frazada (manta) cuyos hilos, si se quisieran contar, no se perdiera uno solo de la cuenta.

En esta maldita cama se acostó don Quijote, y luego la ventera y su hija le emplastaron de arriba abajo, alumbrándoles Maritornes, que así se llamaba la asturiana; y como al bizmalle (emplaste) viese la ventera tan acardenalado a partes a don Quijote, dijo que aquello más parecían golpes que caída.

—No fueron golpes —dijo Sancho—, sino que la peña tenía muchos picos y tropezones, y que cada uno había hecho su cardenal.

Y también le dijo:

—Haga vuestra merced, señora, de manera que queden algunas estopas, que no faltará quien las haya menester, que también me duelen a mí un poco los lomos.

—Desa manera —respondió la ventera—, también debistes vos de caer.

—No caí —dijo Sancho Panza—, sino que, del sobresalto que tomé de ver caer a mi amo, de tal manera me duele a mí el cuerpo, que me parece que me han dado mil palos.

—Bien podrá ser eso —dijo la doncella—, que a mí me ha acontecido muchas veces soñar que caía de una torre abajo y que nunca acababa de llegar al suelo, y cuando despertaba del sueño hallarme tan molida y quebrantada como si verdaderamente hubiera caído.

—Ahí está el toque, señora —respondió Sancho Panza—, que yo, sin soñar nada, sino estando más despierto que ahora estoy, me hallo con pocos menos cardenales que mi señor don Quijote.

—¿Cómo se llama este caballero? —preguntó la asturiana Maritornes.

—Don Quijote de la Mancha —respondió Sancho Panza—, y es caballero aventurero, y de los mejores y más fuertes que de luengos tiempos acá se han visto en el mundo.

—¿Qué es caballero aventurero? —replicó la moza.

—¿Tan nueva sois en el mundo, que no lo sabéis vos? —respondió Sancho Panza—. Pues sabed, hermana mía, que caballero aventurero es una cosa que en dos palabras se ve apaleado y emperador: hoy está la más desdichada criatura del mundo y la más menesterosa, y mañana tendría dos o tres coronas de reinos que dar a su escudero.

—Pues ¿cómo vos, siéndolo deste tan buen señor —dijo la ventera—, no tenéis, a lo que parece, siquiera algún condado?

—Aún es temprano —respondió Sancho—, porque no ha sino un mes que andamos buscando las aventuras, y hasta ahora no hemos topado con ninguna que lo sea; y tal vez hay que se busca una cosa y se halla otra. Verdad es que si mi señor don Quijote sana desta herida... o caída y yo no quedo contrecho della, no trocaría mis esperanzas con el mejor título de España.

Todas estas pláticas estaba escuchando muy atento don Quijote, y sentándose en el lecho como pudo, tomando de la mano a la ventera, le dijo:

—Creedme, fermosa señora, que os podéis llamar venturosa por haber alojado en este vuestro castillo a mi persona, que es tal, que si yo no la alabo es por lo que suele decirse que la alabanza propria envilece; pero mi escudero os dirá quién soy. Solo os digo que tendré eternamente escrito en mi memoria el servicio que me habedes fecho, para agradecéroslo mientras la vida me durare; y pluguiera a los altos cielos que el amor no me tuviera tan rendido y tan sujeto a sus leyes, y los ojos de aquella hermosa ingrata que digo entre mis dientes: que los desta fermosa doncella fueran señores de mi libertad.

Confusas estaban la ventera y su hija y la buena de Maritornes oyendo las razones del andante caballero, que así las entendían como si hablara en griego, aunque bien alcanzaron que todas se encaminaban a ofrecimiento y requiebros; y, como no usadas a semejante lenguaje, mirábanle y admirábanse, y parecíales otro hombre de los que se usaban; y, agradeciéndole con venteriles razones sus ofrecimientos, le dejaron, y la asturiana Maritornes curó a Sancho, que no menos lo había menester que su amo.

Había el arriero concertado con ella que aquella noche se refocilarían juntos, y ella le había dado su palabra de que, en estando sosegados los huéspedes y durmiendo sus amos, le iría a buscar y satisfacerle el gusto en cuanto le mandase. Y cuéntase desta buena moza que jamás dio semejantes palabras que no las cumpliese, aunque las diese en un monte y sin testigo alguno, porque presumía muy de hidalga, y no tenía por afrenta estar en aquel ejercicio de servir en la venta, porque decía ella que desgracias y malos sucesos la habían traído a aquel estado.

El duro, estrecho, apocado y fementido (falso) lecho de don Quijote estaba primero en mitad de aquel estrellado establo, y luego junto a él hizo el suyo Sancho, que solo contenía una estera de enea y una manta, que antes mostraba ser de anjeo tundido que de lana. Sucedía a estos dos lechos el del arriero, fabricado, como se ha dicho, de las enjalmas y de todo el adorno de los dos mejores mulos que traía, aunque eran doce, lucios, gordos y famosos, porque era uno de los ricos arrieros de Arévalo, según lo dice el autor desta historia, que deste arriero hace particular mención porque le conocía muy bien, y aun quieren decir que era algo pariente suyo. Fuera de que Cide Mahamate Benengeli fue historiador muy curioso y muy puntual en todas las cosas, y échase bien de ver, pues las que quedan referidas, con ser tan mínimas y tan rateras, no las quiso pasar en silencio; de donde podrán tomar ejemplo los historiadores graves, que nos cuentan las acciones tan corta y sucintamente, que apenas nos llegan a los labios, dejándose en el tintero, ya por descuido, por malicia o ignorancia, lo más sustancial de la obra. ¡Bien haya mil veces el autor de Tablante de Ricamonte, y aquel del otro libro donde se cuenta los hechos del conde Tomillas, y con qué puntualidad lo describen todo!

Digo, pues, que después de haber visitado el arriero a su recua y dádole el segundo pienso, se tendió en sus enjalmas y se dio a esperar a su puntualísima Maritornes. Ya estaba Sancho bizmado y acostado, y, aunque procuraba dormir, no lo consentía el dolor de sus costillas; y don Quijote, con el dolor de las suyas, tenía los ojos abiertos como liebre. Toda la venta estaba en silencio, y en toda ella no había otra luz que la que daba una lámpara que colgada en medio del portal ardía.

Esta maravillosa quietud y los pensamientos que siempre nuestro caballero traía de los sucesos que a cada paso se cuentan en los libros autores de su desgracia, le trujo a la imaginación una de las estrañas locuras que buenamente imaginarse pueden; y fue que él se imaginó haber llegado a un famoso castillo (que, como se ha dicho, castillos eran a su parecer todas las ventas donde alojaba) y que la hija del ventero lo era del señor del castillo, la cual, vencida de su gentileza, se había enamorado dél y prometido que aquella noche, a furto de sus padres, vendría a yacer con él una buena pieza; y teniendo toda esta quimera que él se había fabricado por firme y valedera, se comenzó a acuitar y a pensar en el peligroso trance en que su honestidad se había de ver, y propuso en su corazón de no cometer alevosía a su señora Dulcinea del Toboso, aunque la mesma reina Ginebra con su dama Quintañona se le pusiesen delante.

Pensando, pues, en estos disparates, se llegó el tiempo y la hora (que para él fue menguada) de la venida de la asturiana, la cual, en camisa y descalza, cogidos los cabellos en una albanega de fustán, con tácitos y atentados pasos, entró en el aposento donde los tres alojaban, en busca del arriero. Pero apenas llegó a la puerta, cuando don Quijote la sintió y, sentándose en la cama, a pesar de sus bizmas y con dolor de sus costillas, tendió los brazos para recebir a su fermosa doncella. La asturiana, que toda recogida y callando iba con las manos delante buscando a su querido, topó con los brazos de don Quijote, el cual la asió fuertemente de una muñeca y tirándola hacia sí, sin que ella osase hablar palabra, la hizo sentar sobre la cama. Tentóle luego la camisa, y, aunque ella era de arpillera, a él le pareció ser de finísimo y delgado cendal. Traía en las muñecas unas cuentas de vidro, pero a él le dieron vislumbres de preciosas perlas orientales. Los cabellos, que en alguna manera tiraban a crines, él los marcó por hebras de lucidísimo oro de Arabia, cuyo resplandor al del mesmo sol escurecía; y el aliento, que sin duda alguna olía a ensalada fiambre y trasnochada, a él le pareció que arrojaba de su boca un olor suave y aromático; y, finalmente, él la pintó en su imaginación, de la misma traza y modo, lo queX había leído en sus libros de la otra princesa que vino a ver el malferido caballero vencida de sus amores, con todos los adornos que aquí van puestos. Y era tanta la ceguedad del pobre hidalgo, que el tacto ni el aliento ni otras cosas que traía en sí la buena doncella no le desengañaban, las cuales pudieran hacer vomitar a otro que no fuera arriero; antes le parecía que tenía entre sus brazos a la diosa de la hermosura. Y, teniéndola bien asida, con voz amorosa y baja le comenzó a decir:

—Quisiera hallarme en términos, fermosa y alta señora, de poder pagar tamaña merced como la que con la vista de vuestra gran fermosura me habedes fecho; pero ha querido la fortuna, que no se cansa de perseguir a los buenos, ponerme en este lecho, donde yago tan molido y quebrantado, que aunque de mi voluntad quisiera satisfacer a la vuestra fuera imposible. Y más, que se añade a esta imposibilidad otra mayor, que es la prometida fe que tengo dada a la sin par Dulcinea del Toboso, única señora de mis más escondidos pensamientos; que si esto no hubiera de por medio, no fuera yo tan sandio caballero, que dejara pasar en blanco la venturosa ocasión en que vuestra gran bondad me ha puesto.

Maritornes estaba congojadísima y trasudando de verse tan asida de don Quijote, y, sin entender ni estar atenta a las razones que le decía, procuraba sin hablar palabra desasirse. El bueno del arriero, a quien tenían despierto sus malos deseos, desde el punto que entró su coima por la puerta la sintió, estuvo atentamente escuchando todo lo que don Quijote decía, y, celoso de que la asturiana le hubiese faltado la palabra por otro, se fue llegando más al lecho de don Quijote y estúvose quedo hasta ver en qué paraban aquellas razones que él no podía entender; pero como vio que la moza forcejaba por desasirse y don Quijote trabajaba por tenella, pareciéndole mal la burla, enarboló el brazo en alto y descargó tan terrible puñada sobre las estrechas quijadas del enamorado caballero, que le bañó toda la boca en sangre; y, no contento con esto, se le subió encima de las costillas y con los pies más que de trote se las paseó todas de cabo a cabo.

El lecho, que era un poco endeble y de no firmes fundamentos, no pudiendo sufrir la añadidura del arriero, dio consigo en el suelo, a cuyo gran ruido despertó el ventero y luego imaginó que debían de ser pendencias de Maritornes, porque, habiéndola llamado a voces, no respondía. Con esta sospecha se levantó y, encendiendo un candil, se fue hacia donde había sentido la pelaza. La moza, viendo que su amo venía y que era de condición terrible, toda medrosica y alborotada se acogió a la cama de Sancho Panza, que aún dormía, y allí se acorrucó y se hizo un ovillo. El ventero entró diciendo:

—¿Adónde estás, puta? A buen seguro que son tus cosas éstas.

En esto despertó Sancho y, sintiendo aquel bulto casi encima de sí, pensó que tenía la pesadilla y comenzó a dar puñadas a una y otra parte, y, entre otras, alcanzó con no sé cuántas a Maritornes, la cual, sentida del dolor, echando a rodar la honestidad dio el retorno a Sancho con tantas, que, a su despecho, le quitó el sueño; el cual, viéndose tratar de aquella manera, y sin saber de quién, alzándose como pudo, se abrazó con Maritornes, y comenzaron entre los dos la más reñida y graciosa escaramuza del mundo.

Viendo, pues, el arriero, a la lumbre del candil del ventero, cuál andaba su dama, dejando a don Quijote, acudió a dalle el socorro necesario. Lo mismo hizo el ventero, pero con intención diferente, porque fue a castigar a la moza, creyendo sin duda que ella sola era la ocasión de toda aquella armonía. Y así como suele decirse «el gato al rato, el rato a la cuerda, la cuerda al palo», daba el arriero a Sancho, Sancho a la moza, la moza a él, el ventero a la moza, y todos menudeaban con tanta priesa, que no se daban punto de reposo; y fue lo bueno que al ventero se le apagó el candil, y, como quedaron ascuras, dábanse tan sin compasión todos a bulto, que a doquiera que ponían la mano no dejaban cosa sana.

Alojaba acaso aquella noche en la venta un cuadrillero de los que llaman de la Santa Hermandad Vieja de Toledo, el cual, oyendo ansimesmo el estraño estruendo de la pelea, asió de su media vara y de la caja de lata de sus títulos, y entró ascuras en el aposento, diciendo:

—¡Ténganse a la justicia! ¡Ténganse a la Santa Hermandad!

Y el primero con quien topó fue con el apuñeado de don Quijote, que estaba en su derribado lecho, tendido boca arriba sin sentido alguno; y, echándole a tiento mano a las barbas, no cesaba de decir:

—¡Favor a la justicia!

Pero viendo que el que tenía asido no se bullía ni meneaba, se dio a entender que estaba muerto y que los que allí dentro estaban eran sus matadores, y, con esta sospecha, reforzó la voz, diciendo:

—¡Ciérrese la puerta de la venta! ¡Miren no se vaya nadie, que han muerto aquí a un hombre!

Esta voz sobresaltó a todos, y cada cual dejó la pendencia en el grado que le tomó la voz. Retiróse el ventero a su aposento, el arriero a sus enjalmas, la moza a su rancho; solos los desventurados don Quijote y Sancho no se pudieron mover de donde estaban. Soltó en esto el cuadrillero la barba de don Quijote y salió a buscar luz para buscar y prender los delincuentes, mas no la halló, porque el ventero, de industria, había muerto la lámpara cuando se retiró a su estancia, y fuele forzoso acudir a la chimenea, donde con mucho trabajo y tiempo encendió el cuadrillero otro candil.

jueves, 2 de febrero de 2023

Los peces no cierran los ojos

Ojos abiertos


El niño Enrico devoró la biblioteca de su padre, un agente comercial napolitano, hijo de norteamericana, que acumulaba literatura italiana, francesa, estadounidense y sobre todo libros de historia contemporánea que leía para poder entender su tiempo.

Este es un niño de la posguerra en un Nápoles que renacía del fascismo entre cascotes y hambre, del desembarco norteamericano y de una fisura moral. Su padre había hecho la guerra con la infantería alpina y ese fervor montañero le fue heredado a su hijo.

¿Os suena la historia?

De Luca es un hombre sin hijos. Pero suele meter a niños en sus libros porque asegura que aún tienen ante su vista todas las posibilidades abiertas, como una montaña con todas las rutas disponibles. Y si el niño es él, mejor que mejor. 

En Los peces no cierran los ojos (2012), un hombre recuerda el verano de sus diez años en un pueblo costero cerca de Nápoles, los años en que se anhela un futuro desde el que sólo se puede mirar atrás. Entre la pesca y los libros, los paseos en solitario y los encuentros con los muchachos del barrio, transcurren sus días, hasta que conoce a una niña sin nombre que le descubre el peso de palabras como amor o justicia. El verano de sus diez años en la isla napolitana de Ischia, que es su patria, su paisaje. La inquietud y el deseo de crecer son más fuertes que la apariencia física. Y permanece intacta la necesidad de protección que cura el calor de las historias familiares, la presencia de una madre y el contacto de la mano amiga.

De Luca también narra, con frecuencia, recuerdos de otros momentos importantes de su vida posteriores a la narración principal. Momentos y vivencias que comienzan a forjarse en aquella infancia donde su mente, a través de las numerosas lecturas que le ensanchaban la mente dentro de un cuerpo que le oprime.

Enrico es un niño:

Lector

Gracias a la vasta biblioteca de su padre. Los libros le hacen conocer a los adultos por dentro: sabía cómo tratarlos. Es un apasionado de los crucigramas y jeroglíficos a través de los cuales aprende la lengua y la precisión de las palabras.

Del mar

La omnipresencia del mar, contexto y escenario vital, con el que mantiene una relación directa llena de respeto al elemento y a sus gentes, como a los pescadores.

Familiar

Su madre, fundamental en su vida, su padre ausente en Estados Unidos adonde le han llevado sus orígenes y la búsqueda de una vida mejor y su hermana, que no puede ser más distinta de él y que apenas aparece.

Enamorado

De la fascinante niña sin nombre que conoce en la playa, tan diferente como él, audaz, original, sabia, conocedora profunda del mundo de los animales y que quiere ser escritora. La niña con la que vivirá una historia de amor singular que le llevará a sentir y a comprender por primera vez ese amor, aunque él lo mire de reojo, que él lee en los libros y que no entiende e incluso desprecia pues le parece desmedido. Y que le hablará de justicia, de una idea de justicia que él no comparte puesto que cree que un delito o daño no puede ser reparado con el castigo (la inutilidad del odio y la sangre) ya que con éste no se van a curar sus heridas.

Con un estilo poético, intenso, preciso y original, De Luca, nos trae una prosa pausada, de escritura delicada. Pequeños párrafos con frases cortas. Consigue algo tan difícil como decir mucho con las palabras justas. Escrito con una sencillez sólo aparente pues contiene en sus palabras toda la complejidad de la vida. Frases que hacen reflexionar y otras que son poesía pura. Un libro para leer parándote con frecuencia para gozar de lo leído.

Hay quien ha dicho que es un poeta que escribe novelas. Pero sobre todo el autor busca la verdad desnuda y lo consigue con creces. Este libro te obliga a mirar dentro de ti. En la infancia se encuentra la respuesta a muchas preguntas que nos hemos hecho y no hemos sabido contestar como adultos.

Erri de Luca concibe la literatura como un modo de volver, "un modo de habitar de nuevo ya que el tiempo corroe". De Luca ha novelado su vida, es un escritor autobiográfico: cuando escribo no invento casi nada, inventar me parece un abuso de confianza.