jueves, 30 de diciembre de 2021

MIENTRAS DON QUIJOTE DESCANSA, SE TRAMA UNA BUENA

Tras haber sido apaleado por el mozo, don Quijote no sabe qué hacer, pero entonces se acuerda de un episodio parecido en una novela de caballerías sobre Valdovinos y el marqués de Mantua, y comienza a revolcarse en la tierra y recitar los mismos versos que dice el protagonista de dicha escena.

Mientras tanto, pasa un labrador que es un vecino suyo, pero don Quijote lo confunde con un personaje de un libro de caballerías, y sigue con su romance. Su vecino lo reconoce como el señor Quijana y le quita la armadura para ver si está herido. Lo levanta y lo lleva al pueblo. Por todos los disparates que don Quijote sigue diciendo, comienza a sospechar que ha perdido el juicio y trata de corregirle cuando le dice que no es ninguno de los personajes que cita y que él no es un caballero andante sino el señor Quijana.

A esto le responde don Quijote: "Yo sé quién soy [...] y sé que puedo ser no sólo los que he dicho, sino todos los doce Pares de Francia, y aun todos los nueve de la Fama, pues a todas las hazañas que ellos todos juntos y cada uno por sí hicieron, se aventajarán las mías".

Cuando el vecino lo trae a su casa, allí encuentra al barbero, al cura, al ama y a la sobrina, quienes creen que don Quijote se ha vuelto loco por leer tantos libros de caballerías y que deben quemar sus libros. Don Quijote les dice que viene mal herido, por lo que lo llevan a su cama. El vecino les cuenta el estado en que lo encontró y los disparates que decía.



Del donoso y grande escrutinio que el cura y el barbero hicieron en la librería
 de nuestro ingenioso hidalgo

El cual aún todavía dormía. Pidió las llaves a la sobrina del aposento donde estaban los libros autores del daño, y ella se las dio de muy buena gana. Entraron dentro todos, y la ama con ellos, y hallaron más de cien cuerpos de libros grandes, muy bien encuadernados, y otros pequeños; y, así como el ama los vio, volvióse a salir del aposento con gran priesa, y tornó luego con una escudilla de agua bendita y un hisopo, y dijo:

—Tome vuestra merced, señor licenciado; rocíe este aposento, no esté aquí algún encantador de los muchos que tienen estos libros, y nos encanten, en pena de las que les queremos dar echándolos del mundo.

Causó risa al licenciado la simplicidad del ama y mandó al barbero que le fuese dando de aquellos libros uno a uno, para ver de qué trataban, pues podía ser hallar algunos que no mereciesen castigo de fuego.

—No —dijo la sobrina—, no hay para qué perdonar a ninguno, porque todos han sido los dañadores: mejor será arrojallos por las ventanas al patio y hacer un rimero dellos y pegarles fuego; y, si no, llevarlos al corral, y allí se hará la hoguera, y no ofenderá el humo.

Lo mismo dijo el ama: tal era la gana que las dos tenían de la muerte de aquellos inocentes; mas el cura no vino en ello sin primero leer siquiera los títulos. Y el primero que maese Nicolás le dio en las manos fue Los cuatro de Amadís de Gaula y dijo el cura:

—Parece cosa de misterio esta, porque, según he oído decir, este libro fue el primero de caballerías que se imprimió en España, y todos los demás han tomado principio y origen deste; y, así, me parece que, como a dogmatizador de una secta tan mala, le debemos sin escusa alguna condenar al fuego.

—No, señor —dijo el barbero—, que también he oído decir que es el mejor de todos los libros que de este género se han compuesto; y así, como a único en su arte, se debe perdonar.

—Así es verdad —dijo el cura—, y por esa razón se le otorga la vida por ahora. Veamos esotro que está junto a él.

—Es —dijo el barbero— Las sergas de Esplandián, hijo legítimo de Amadís de Gaula.

—Pues en verdad —dijo el cura— que no le ha de valer al hijo la bondad del padre. Tomad, señora ama, abrid esa ventana y echadle al corral, y dé principio al montón de la hoguera que se ha de hacer.

Hízolo así el ama con mucho contento, y el bueno de Esplandián fue volando al corral, esperando con toda paciencia el fuego que le amenazaba.

—Adelante —dijo el cura.

—Este que viene —dijo el barbero— es Amadís de Grecia, y aun todos los deste lado, a lo que creo, son del mesmo linaje de Amadís.

—Pues vayan todos al corral —dijo el cura—, que a trueco de quemar a la reina Pintiquiniestra, y al pastor Darine, y a sus églogas, y a las endiabladas y revueltas razones de su autor, quemaré con ellos al padre que me engendró, si anduviera en figura de caballero andante.

—De ese parecer soy yo —dijo el barbero.

—Y aun yo —añadió la sobrina.

—Pues así es —dijo el ama—, vengan, y al corral con ellos.

Diéronselos, que eran muchos, y ella ahorró la escalera y dio con ellos por la ventana abajo.

—¿Quién es ese tonel? —dijo el cura.

—Este es —respondió el barbero— Don Olivante de Laura.

—El autor de ese libro —dijo el cura— fue el mesmo que compuso a Jardín de flores, y en verdad que no sepa determinar cuál de los dos libros es más verdadero o, por decir mejor, menos mentiroso; solo sé decir que este irá al corral, por disparatado y arrogante.

—Este que se sigue es Florismarte de Hircania —dijo el barbero.

—¿Ahí está el señor Florismarte? —replicó el cura—. Pues a fe que ha de parar presto en el corral, a pesar de su estraño nacimiento y soñadas aventuras, que no da lugar a otra cosa la dureza y sequedad de su estilo. Al corral con él, y con esotro, señora ama.

—Que me place, señor mío —respondía ella; y con mucha alegría ejecutaba lo que le era mandado.

—Este es El caballero Platir —dijo el barbero.

—Antiguo libro es ese —dijo el cura—, y no hallo en él cosa que merezca venia. Acompañe a los demás sin réplica.

Y así fue hecho. Abrióse otro libro y vieron que tenía por título El caballero de la Cruz.
—Por nombre tan santo como este libro tiene, se podía perdonar su ignorancia; mas también se suele decir «tras la cruz está el diablo». Vaya al fuego.

Tomando el barbero otro libro, dijo:

—Este es Espejo de caballerías.

—Ya conozco a su merced —dijo el cura—. Ahí anda el señor Reinaldos de Montalbán con sus amigos y compañeros, más ladrones que Caco, y los Doce Pares, con el verdadero historiador Turpín, y en verdad que estoy por condenarlos no más que a destierro perpetuo, siquiera porque tienen parte de la invención del famoso Mateo Boyardo, de donde también tejió su tela el cristiano poeta Ludovico Ariosto; al cual, si aquí le hallo, y que habla en otra lengua que la suya, no le guardaré respeto alguno, pero, si habla en su idioma, le pondré sobre mi cabeza.

—Pues yo le tengo en italiano —dijo el barbero—, mas no le entiendo.

—Ni aun fuera bien que vos le entendiérades —respondió el cura—; y aquí le perdonáramos al señor capitán que no le hubiera traído a España y hecho castellano, que le quitó mucho de su natural valor, y lo mesmo harán todos aquellos que los libros de verso quisieren volver en otra lengua, que, por mucho cuidado que pongan y habilidad que muestren, jamás llegarán al punto que ellos tienen en su primer nacimiento. Digo, en efeto, que este libro y todos los que se hallaren que tratan destas cosas de Francia se echen y depositen en un pozo seco, hasta que con más acuerdo se vea lo que se ha de hacer dellos, ecetuando a un Bernardo del Carpio que anda por ahí, y a otro llamado Roncesvalles; que estos, en llegando a mis manos, han de estar en las del ama, y dellas en las del fuego, sin remisión alguna.

Todo lo confirmó el barbero y lo tuvo por bien y por cosa muy acertada, por entender que era el cura tan buen cristiano y tan amigo de la verdad, que no diría otra cosa por todas las del mundo. Y abriendo otro libro vio que era Palmerín de Oliva, y junto a él estaba otro que se llamaba Palmerín de Ingalaterra; lo cual visto por el licenciado, dijo:

—Esa oliva se haga luego rajas y se queme, que aun no queden della las cenizas, y esa palma de Ingalaterra se guarde y se conserve como a cosa única, y se haga para ello otra caja como la que halló Alejandro en los despojos de Dario, que la diputó para guardar en ella las obras del poeta Homero. Este libro, señor compadre, tiene autoridad por dos cosas: la una, porque él por sí es muy bueno; y la otra, porque es fama que le compuso un discreto rey de Portugal. Todas las aventuras del castillo de Miraguarda son bonísimas y de grande artificio; las razones, cortesanas y claras, que guardan y miran el decoro del que habla, con mucha propriedad y entendimiento. Digo, pues, salvo vuestro buen parecer, señor maese Nicolás, que este y Amadís de Gaula queden libres del fuego, y todos los demás, sin hacer más cala y cata, perezcan.

—No, señor compadre —replicó el barbero—, que este que aquí tengo es el afamado Don Belianís.

—Pues ese —replicó el cura—, con la segunda, tercera y cuarta parte, tienen necesidad de un poco de ruibarbo para purgar la demasiada cólera suya, y es menester quitarles todo aquello del castillo de la Fama y otras impertinencias de más importancia, para lo cual se les da término ultramarino, y como se enmendaren, así se usará con ellos de misericordia o de justicia; y en tanto, tenedlos vos, compadre, en vuestra casa, mas no los dejéis leer a ninguno.

—Que me place —respondió el barbero.

Y, sin querer cansarse más en leer libros de caballerías, mandó al ama que tomase todos los grandes y diese con ellos en el corral. No se dijo a tonta ni a sorda, sino a quien tenía más gana de quemallos que de echar una tela, por grande y delgada que fuera; y asiendo casi ocho de una vez, los arrojó por la ventana. Por tomar muchos juntos, se le cayó uno a los pies del barbero, que le tomó gana de ver de quién era, y vio que decía Historia del famoso caballero Tirante el Blanco.

—¡Válame Dios —dijo el cura, dando una gran voz—, que aquí esté Tirante el Blanco! Dádmele acá, compadre, que hago cuenta que he hallado en él un tesoro de contento y una mina de pasatiempos. Aquí está don Quirieleisón de Montalbán, valeroso caballero, y su hermano Tomás de Montalbán, y el caballero Fonseca, con la batalla que el valiente de Tirante hizo con el alano, y las agudezas de la doncella Placerdemivida, con los amores y embustes de la viuda Reposada, y la señora Emperatriz, enamorada de Hipólito, su escudero. Dígoos verdad, señor compadre, que por su estilo es este el mejor libro del mundo: aquí comen los caballeros, y duermen y mueren en sus camas, y hacen testamento antes de su muerte, con estas cosas de que todos los demás libros deste género carecen. Con todo eso, os digo que merecía el que le compuso, pues no hizo tantas necedades de industria, que le echaran a galeras por todos los días de su vida. Llevadle a casa y leedle, y veréis que es verdad cuanto dél os he dicho.

—Así será —respondió el barbero—, pero ¿qué haremos destos pequeños libros que quedan?

—Estos —dijo el cura— no deben de ser de caballerías, sino de poesía.

Y abriendo uno vio que era La Diana de Jorge de Montemayor, y dijo, creyendo que todos los demás eran del mesmo género:

—Estos no merecen ser quemados, como los demás, porque no hacen ni harán el daño que los de caballerías han hecho, que son libros de entretenimiento sin perjuicio de tercero.

—¡Ay, señor! —dijo la sobrina—, bien los puede vuestra merced mandar quemar como a los demás, porque no sería mucho que, habiendo sanado mi señor tío de la enfermedad caballeresca, leyendo estos se le antojase de hacerse pastor y andarse por los bosques y prados cantando y tañendo, y, lo que sería peor, hacerse poeta, que según dicen es enfermedad incurable y pegadiza.

—Verdad dice esta doncella —dijo el cura—, y será bien quitarle a nuestro amigo este tropiezo y ocasión delante. Y pues comenzamos por La Diana de Montemayor, soy de parecer que no se queme, sino que se le quite todo aquello que trata de la sabia Felicia y de la agua encantada, y casi todos los versos mayores, y quédesele enhorabuena la prosa, y la honra de ser primero en semejantes libros.

—Este que se sigue —dijo el barbero— es La Diana llamada segunda del Salmantino; y este, otro que tiene el mesmo nombre, cuyo autor es Gil Polo.

—Pues la del Salmantino —respondió el cura— acompañe y acreciente el número de los condenados al corral, y la de Gil Polo se guarde como si fuera del mesmo Apolo; y pase adelante, señor compadre, y démonos prisa, que se va haciendo tarde.

—Este libro es —dijo el barbero abriendo otro— Los diez libros de Fortuna de amor, compuestos por Antonio de Lofraso, poeta sardo.

—Por las órdenes que recebí —dijo el cura— que desde que Apolo fue Apolo, y las musas musas, y los poetas poetas, tan gracioso ni tan disparatado libro como ese no se ha compuesto, y que, por su camino, es el mejor y el más único de cuantos deste género han salido a la luz del mundo, y el que no le ha leído puede hacer cuenta que no ha leído jamás cosa de gusto. Dádmele acá, compadre, que precio más haberle hallado que si me dieran una sotana de raja de Florencia.

Púsole aparte con grandísimo gusto, y el barbero prosiguió diciendo:

—Estos que se siguen son El pastor de Iberia, Ninfas de Henares y Desengaños de celos.

—Pues no hay más que hacer —dijo el cura—, sino entregarlos al brazo seglar del ama, y no se me pregunte el porqué, que sería nunca acabar.

—Este que viene es El pastor de Fílida.

—No es ése pastor —dijo el cura—, sino muy discreto cortesano: guárdese como joya preciosa.

—Este grande que aquí viene se intitula —dijo el barbero— Tesoro de varias poesías.

—Como ellas no fueran tantas —dijo el cura—, fueran más estimadas: menester es que este libro se escarde y limpie de algunas bajezas que entre sus grandezas tiene; guárdese, porque su autor es amigo mío, y por respeto de otras más heroicas y levantadas obras que ha escrito.

—Este es —siguió el barbero— el Cancionero de López Maldonado.

—También el autor de ese libro —replicó el cura— es grande amigo mío, y sus versos en su boca admiran a quien los oye, y tal es la suavidad de la voz con que los canta, que encanta. Algo largo es en las églogas, pero nunca lo bueno fue mucho; guárdese con los escogidos. Pero ¿qué libro es ese que está junto a él?

—La Galatea de Miguel de Cervantes —dijo el barbero.

—Muchos años ha que es grande amigo mío ese Cervantes, y sé que es más versado en desdichas que en versos. Su libro tiene algo de buena invención: propone algo, y no concluye nada; es menester esperar la segunda parte que promete: quizá con la emienda alcanzará del todo la misericordia que ahora se le niega; y entre tanto que esto se ve, tenedle recluso en vuestra posada, señor compadre.

—Que me place —respondió el barbero—. Y aquí vienen tres todos juntos: La Araucana de don Alonso de Ercilla, La Austríada de Juan Rufo, jurado de Córdoba, y El Monserrato de Cristóbal de Virués, poeta valenciano.

—Todos esos tres libros —dijo el cura— son los mejores que en verso heroico en lengua castellana están escritos, y pueden competir con los más famosos de Italia; guárdense como las más ricas prendas de poesía que tiene España.

Cansóse el cura de ver más libros, y así, a carga cerrada, quiso que todos los demás se quemasen; pero ya tenía abierto uno el barbero, que se llamaba Las lágrimas de Angélica.

—Lloráralas yo —dijo el cura en oyendo el nombre— si tal libro hubiera mandado quemar, porque su autor fue uno de los famosos poetas del mundo, no solo de España, y fue felicísimo en la tradución de algunas fábulas de Ovidio.

jueves, 16 de diciembre de 2021

La última reunión de 2021

Matías es alegría, Leticia es alegría y vamos a pensar que todos los de este club somos Alegría. Creo que es la primera vez que no me ha dado tiempo a leer la biografía del autor. Al hacer referencia sobre los temas que Vilas toca en sus novelas, tanto en Ordesa como en Alegría, la familia, los padres, los hijos y los lazos de sangre y que el nombre del protagonista no aparece salvo cuando se habla de un hermano de su madre de apellido Vidal, no nos queda ninguna duda que esta es una novela personal, el autor es el protagonista de la obra. A partir de ahí todo fluye.
Sus primeros capítulos, para Carmen Cano, están llenos de poesía. Con una primera frase que engancha "Todo aquello que amamos y perdimos..."  que va precedida del poema de José Hierro, que para Lola Puche la complementa.  Pero luego, ¿qué le pasa a este personaje que tanto nos desconcierta?
A Arielle le ha gustado esta especie de diario de un hombre que está en continúa búsqueda de la Alegría y para ello se aferra al recuerdo, a veces idealizado y desdibujado de sus padres. Arielle lo defiende. A Loly le cansa que se agarre tanto al pasado, a sus padres, hay que soltar lastre. También duda de la calidad del texto por parte del escritor. Su estilo no le convence.
A Julia le ha gustado el título y la cubierta, que es del fotógrafo Ibai Acevedo, pero no le ha aportado nada en su vida, alguna lección, alguna máxima que pueda aplicar. E incluso después de la reunión mantiene lo dicho al principio. 
Quizás la clave está en entender que este hombre está enfermo, está depresivo, no siempre como apuntó Carmen Rubio, y tiene la compañía de un "animal" que se llama Arnold. Os pongo la página 106 del libro donde define a este Nosferatus que acecha constantemente a Vilas, que no le da respiro, que le llena de ruidos.




A Carmen Rubio le ha gustado la obra de Vilas. Se ha dedicado a contar cuantas veces sale el término Alegría en el libro y nos ha recordado las frases en las que aparece pero también ha enumerado la palabra Muerte y hay un empate técnico. ¿Para haber alegría tiene que haber dolor?  Toñi considera que para entender al personaje hay que sufrir lo mismo que él o algo parecido, hay que tener empatía. Poco a poco van saliendo algunas confesiones de lo cerca que hemos llegado a estar de ese Arnold insistente.

El suicidio es algo que está ahí. Pero gracias a ese arraigo con sus padres, no con sus hijos, el personaje no se lanza.

El tema filosófico de Alegría es el merecimiento. El personaje no se merece nada y ahí está Arnold
para recordárselo. Hay que agradecer las cosas que nos pasan sin caer en la vanidad. El autor odia la vanidad aún a riesgo de que él mismo, a veces, peca de vanidoso.

Comento los nombres que utiliza, los de la música y los del cine, ese recurso es para el autor solo amor y un poco de fantasía inocente. Las ciudades que visita y los hoteles que habita. Las personas que encuentra en la presentación de su libro, familiares y conocidos, situaciones que le marcan mucho. La mención que hace de personajes, como Quevedo, Joaquín Costa, Buñuel, Goya, Lorca, la poeta Idea Vilariño y hasta a Michael Jackson. Y el triste recuerdo a amigos desaparecidos. De lo que no hablamos es de los capítulos dedicados a su perro Brod.

Con Arielle recuerdo el episodio de los zapatos y pensamos que es un símbolo para ir hacía adelante. El que se compra unos zapatos no piensa en suicidarse. También comenta que lo ve mayor para la edad que tiene. Me resulta muy casposo cuando habla de los reyes, los presidentes de gobierno y del concepto de España y de los españoles, da la sensación de que cree que no hemos evolucionado y que nos hemos quedado anclados en sus recuerdos infantiles.

Rocío López comenta el pasaje de la bicicleta. Su padre no fue muy generoso. Pero el tampoco, ahí está el capítulo del Casio.

Creo que nos vamos con una idea más completa de lo que nos quería decir Manuel Vilas con esta Alegría. A Loly le ha convencido un poco más, al igual que a mi pero, como dije, me ha gustado no el libro en si, sino lo que ha hecho que digamos de él una tarde de diciembre en buena compañía.

Este es un pequeño resumen. Opinó más gente, Todo esto hay que completarlo con la información que os entrego y los mensajes de Wasap que enviáis.

P. D. Al inicio hice referencia la próximo libro El mapa de los afectos de Ana Merino, para las que no vinieron es importante que se lean la biografía de la autora que aparece en la obra. También con la ayuda de las López, Rocio y Loly hicimos un resumen de lo que llevamos leído del Quijote.

VIDA DE DON QUIJOTE Y SANCHO POR MIGUEL DE UNAMUNO

Matías me envía el pasaje que vino a colación por lo que ocurrió en el Capítulo IV del Quijote, De lo que sucedió a nuestro caballero cuando salió de la venta.

Cap. IV (final)
...

Esta aventura de los mercaderes trae a mi memoria aquella otra del caballero Iñigo de Loyola, que nos cuenta el P. Rivadeneira en el capítulo III del libro I de su VIDA, cuando yendo Ignacio camino de Monserrate «topó acaso con un moro de los que en aquel tiempo quedaban en España en los reinos de Valencia y Aragón» y «comenzaron a andar juntos, y a trabar plática, y de una en otra vinieron a tratar de la virginidad y pureza de la gloriosísima Virgen Nuestra Señora». Y tal se puso la cosa, que Iñigo, al separarse del moro, quedó «muy dudoso y perplejo en lo que había de hacer; porque no sabía si la fe que profesaba y la piedad cristiana le obligaba a darse priesa tras el moro, y alcanzarle y darle de puñaladas por el atrevimiento y osadía que había tenido de hablar desvergonzadamente en desacato de la bienaventurada siempre Virgen sin mancilla». Y al llegar a una encrucijada, se lo dejó a la cabalgadura, según el camino que tomase, o para buscar al moro y matarle a puñaladas o para no hacerle caso. Y Dios quiso iluminar a la cabalgadura y «dejando el camino ancho y llano por do había ido el moro, se fue por el que era más a propósito para Ignacio». Y ved cómo se debe la Compañía de Jesús a la inspiración de una caballería.

martes, 14 de diciembre de 2021

Próxima reunión martes 14 de diciembre de 2021 (18:00 horas)

 Alegría de Manuel Vilas

Desde el corazón de su memoria, un hombre que arrastra tantos años de pasado como ilusiones de futuro, ilumina, a través de sus recuerdos, su historia, la de su generación y la de un país. Una historia que a veces duele, pero que siempre acompaña.

El éxito desbordante de su última novela embarca al protagonista en una gira por todo el mundo. Un viaje con dos caras, la pública, en la que el personaje se acerca a sus lectores, y la íntima, en la que aprovecha cada espacio de soledad para rebuscar su verdad. Una verdad que ve la luz después de la muerte de sus padres, su divorcio y su vida junto a una nueva mujer, una vida en la que sus hijos se convierten en la piedra angular sobre la que pivota la necesidad inaplazable de encontrar la felicidad.

A medio camino entre la confesión y la autoficción, el autor escribe una historia que toma impulso en el pasado y se lanza hacia lo aún no sucedido. Una búsqueda esperanzada de la alegría.

Fuente: Lecturalia

lunes, 13 de diciembre de 2021

Alegría

Todo sobre mis padres


"La alegría se alcanza desde el dolor cumplido y desde el amor a tu familia. La alegría se conquista. La alegría es humilde y primitiva. Es un sí a la vida. Los hijos forman parte de esa alegría. Pero todo acaba siendo alegría si el corazón está en orden"
2018 fue el año de la revelación de Manuel Vilas. No era ni mucho menos un desconocido literario ya su dilatada carrera poética avalaba el fulgurante éxito de Ordesa (2018), una obra que acumula reediciones y que ha sido traducida a más de diez idiomas y que sorprende por su sencilla pero profunda autoficción. En tiempos de novela negra, histórica y sagas, hablar de la universalidad de los sentimientos y el amor entre padres e hijos resulta un tanto extraño

Alegría (2019) no rompe con Ordesa. Creíamos que ya estaba todo dicho sobre el dolor y el recuerdo de los padres ausentes y aquí encontramos más motivos para adentrarnos en el amor filial hasta el punto de que más de un lector se preguntará si ha querido lo suficientemente a sus padres. No hay hechos, siguen las emociones.

La historia comienza con la gira internacional que el protagonista realiza por todo el mundo, tras el éxito desbordante de su última novela. Un viaje con dos caras, la pública, en la que el personaje se acerca a sus lectores, y la íntima, en la que aprovecha cada espacio de soledad para rebuscar su verdad. Una verdad que ve la luz después de la muerte de sus padres, su divorcio y su vida junto a una nueva mujer, una vida en la que sus hijos se convierten en la piedra angular sobre la que pivota la necesidad inaplazable de encontrar la felicidad.
A medio camino entre la confesión y la novela personal, el autor escribe una historia que toma impulso en el pasado y se lanza hacia lo aún no sucedido. Una búsqueda esperanzada de la alegría.

Vilas utiliza una forma poética y literaria de transformar a las personas que han sido importantes en su vida en belleza, en música. "Mi familia era humilde en la vida real, pero en la literatura mi padre se llama Bach y mi madre Wagner. Solo es amor, y un poco de fantasía inocente"

La falta de merecimiento es casi un tema filosófico en Alegría. Es algo más hondo, que tiene que ver con que los seres humanos nos creemos con derechos infinitos. El autor cree que debemos agradecer las cosas que nos pasan. Y sobre todo agradecer que estamos vivos.

«Los detalles son siempre importantes, porque la vida son solo los detalles de la vida. La vida en sí misma, como absoluto, no se presenta si no es a través de pequeños detalles». Así es como Vilas escribe obsesionado con esos detalles, sabedor de que allí se encuentra la verdad que es difícil de airear, esa verdad que también es la alegría, la bondad y la belleza. Quizá la alegría que buscamos consista en comprender todas las facetas de la belleza.

El autor deja al descubierto las flaquezas del protagonista de una forma natural. No esconde nada. Trastornos compulsivos, depresión y alcoholismo son tratados poéticamente. Sin quitar hierro, sin auto indulgencia. Todo en la compañía continua del sufrimiento, el desorden mental y la depresión bajo el nombre de Arnold.

"Arnold Schönberg es el padre del dodecafonismo, Arnold es el ruido. Y mis padres son la música."

Los capítulos son breves, casi notas de un diario, y en su contenido no hay euforia, ni optimismo. Sigue el dolor, pero también alcanzamos, junto al autor que nos lleva de la mano, cotas de bienestar. Pesadumbre por no poder disfrutar más de los hijos, pero también del sosiego y la protección que brinda una pareja. Una especie de reconciliación con uno mismo. Los últimos coletazos de un devastador duelo, la luz al final del túnel. El amor, la auto aceptación y la humildad como medicina contra el desespero. La supervivencia.

martes, 7 de diciembre de 2021

Manuel Vilas

Un éxito inesperado


Dos novelas, Ordesa (2018) y Alegría (2019), finalista Premio Planeta, 2019, han convertido al poeta, ensayista y narrador Manuel Vilas (Barbastro 1962) en un escritor de culto. La familia, los padres, los hijos y los lazos de la sangre con tintes autobiográficos son los temas que Vilas abarca en estas dos obras.

En su último libro, Los besos (2021), trata una historia de un amor a primera vista. Una fábula protagonizada por Salvador, catedrático jubilado de 58 años, que viaja al pueblo de Sotopeña para habitar una pequeña cabaña en el bosque, días antes de que se decretara el encierro obligatorio por la pandemia de Covid-19. En esta ocasión, el autor establece una fabulación en una indagación sobre la naturaleza del amor y la voluntad de enamorarse sin importar la edad ni las circunstancias.
Manuel Vilas transita por lo cotidiano, la presencia de los objetos en nuestras vidas, los gestos de los políticos, la perplejidad frente a la pandemia, la toma de decisiones, el pasado, los textos homéricos, la Biblia, Cervantes y El Quijote, la naturaleza, la vejez y el “hermoso y tembloroso azar”, entre otras especulaciones filosóficas y existenciales.

Licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de Zaragoza, es autor de seis poemarios como El rumor de las llamas (1990), El mal gobierno (1993) o El cielo (2000). Su obra lírica se ha compilado en Amor (2010) y en Poesía completa (2016).

Desde joven dedicó parte de su tiempo a la lectura, siendo uno de sus autores favoritos el checo Franz Kafka. Otros escritores preferidos de Vilas son Juan Rulfo, Miguel de Cervantes, Camilo José Cela, Benito Pérez Galdós o Antonio Machado.

Su obra narrativa la inicia con España (2008), a la que le siguen Aire nuestro (2009), novela con referencias al cantante Johnny Cash o al director de cine, Sergio Leone, Los inmortales (2012), extravagancia posmoderna en el que se descubre un nuevo manuscrito de Shakespeare, El luminoso regalo (2013). novela con el protagonismo de un escritor de éxito, seductor y sexual y los libros de relatos Zeta (2002) y Setecientos millones de rinocerontes (2015), un libro sobre reflexiones, recuerdos, un retrato de dolores psicológicos con el rinoceronte como existencia.
Más tarde volvió a la poesía con Resurrección (2005),  Calor (2008), libro con el que ganó el Premio de Poesía Fray Luis de León, Gran Vilas (2012) y  El hundimiento (2015).

Ha colaborado en diversos medios de comunicación, el Heraldo de Aragón y El Mundo, periódicos del grupo Vocento, así como de los suplementos literarios Magazine (La Vanguardia), Babelia (El País) y ABC Cultural (ABC). También es colaborador de El País (2019). Colabora también con la Cadena Ser.

Para Manuel Vilas, la literatura es el único sitio para la libertad absoluta, en ella se desnuda a través de su carácter autobiográfico y nostálgico, ofreciendo una aceptación de la pérdida, la soledad o el paso del tiempo, que, junto a la familia y una mirada crítica de España conforman su particular universo.

jueves, 25 de noviembre de 2021

DON QUIJOTE VUELVE A CASA

¡Ay Don Quijote!. Tu aventura no empieza nada bien. Trataste de ayudar a alguien pero terminaste por fastidiarlo todo mucho más.

En el Capítulo 4, De lo que le sucedió a nuestro caballero cuando salió de la venta, Don Quijote está galopando, listo para socorrer a quién esté en peligro, cuando escucha a alguien gritar en el bosque. Descubre que un labrador golpea a su criado e interviene. El amo afirma que su sirviente, que está a cargo de cuidar a sus ovejas, es descuidado y pierde al menos una oveja cada día.

Nuestro héroe exige que lo libere y le pague los salarios que le debe. El individuo explica que no tiene dinero, pero promete irse a casa y buscarlo de inmediato. Don Quijote está satisfecho con esto y le dice al hombre que si no paga el salario, volverá y lo aniquilará.
Ingenuamente, Don Quijote confía en la palabra de este hombre, a pesar de que el criado le intenta explicar que su amo probablemente lo matará. Aún en sus delirios, él cree que el hombre honrará su palabra. Sin embargo, tan pronto como él se va, el labrador golpea a su criado aún peor que antes.

Posteriormente se encuentra con unos mercaderes toledanos que iban a comprar seda a Murcia en el camino. Don Quijote salta de su caballo y se para frente a la comitiva y exige que proclamen a Dulcinea del Toboso como la doncella más bella. Los hombres responden diciendo que no pueden hacer tal proclamación sin verla.

Don Quijote no aprecia su falta de fe y se prepara para atacar. Rocinante tropieza y le hace caer también a él. Uno de los hombres lo ataca y le rompe la lanza. Dejan al caballero maltrecho y en el suelo.


Donde se prosigue la narración de la desgracia de nuestro caballero

Viendo, pues, que, en efeto, no podía menearse, acordó de acogerse a su ordinario remedio, que era pensar en algún paso de sus libros; y trújole su locura a la memoria aquél de Valdovinos y del marqués de Mantua, cuando Carloto le dejó herido en la montiña, historia sabida de los niños, no ignorada de los mozos, celebrada y aun creída de los viejos, y, con todo esto, no más verdadera que los milagros de Mahoma. Ésta, pues, le pareció a él que le venía de molde para el paso en que se hallaba; y así, con muestras de grande sentimiento, se comenzó a volcar por la tierra y a decir con debilitado aliento lo mesmo que dicen decía el herido caballero del bosque:

-¿Donde estás, señora mía,
  Que no te duele mi mal?
  O no lo sabes, señora,
  O eres falsa y desleal.

Y desta manera fue prosiguiendo el romance, hasta aquellos versos que dicen:

-¡Oh noble marqués de Mantua,
Mi tío y señor carnal!

Y quiso la suerte que, cuando llegó a este verso, acertó a pasar por allí un labrador de su mesmo lugar y vecino suyo, que venía de llevar una carga de trigo al molino; el cual, viendo aquel hombre allí tendido, se llegó a él y le preguntó que quién era y qué mal sentía, que tan tristemente se quejaba. Don Quijote creyó, sin duda, que aquél era el marqués de Mantua, su tío, y así, no le respondió otra cosa si no fue proseguir en su romance, donde le daba cuenta de su desgracia y de los amores del hijo del Emperante con su esposa, todo de la mesma manera que el romance lo canta.

El labrador estaba admirado oyendo aquellos disparates; y quitándole la visera, que ya estaba hecha pedazos de los palos, le limpió el rostro, que le tenía cubierto de polvo, y apenas le hubo limpiado, cuando le conoció y le dijo:

-Señor Quijana -que así se debía de llamar cuando él tenía juicio y no había pasado de hidalgo sosegado a caballero andante-, ¿quién ha puesto a vuestra merced desta suerte?

Pero él seguía con su romance a cuanto le preguntaba. Viendo esto el buen hombre, lo mejor que pudo le quitó el peto y espaldar, para ver si tenía alguna herida; pero no vio sangre ni señal alguna. Procuró levantarle del suelo, y no con poco trabajo le subió sobre su jumento, por parecer caballería más sosegada. Recogió las armas, hasta las astillas de la lanza, y liólas sobre Rocinante, al cual tomó de la rienda, y del cabestro al asno, y se encaminó hacia su pueblo, bien pensativo de oír los disparates que don Quijote decía; y no menos iba don Quijote, que, de puro molido y quebrantado, no se podía tener sobre el borrico, y de cuando en cuando daba unos suspiros que los ponía en el cielo; de modo, que de nuevo obligó a que el labrador le preguntase le dijese qué mal sentía; y no parece sino que el diablo le traía a la memoria los cuentos acomodados a sus sucesos, porque, en aquel punto, olvidándose de Valdovinos, se acordó del moro Abindarráez, cuando el Alcaide de Antequera, Rodrigo de Narváez, le prendió y llevó cautivo a su alcaidía. De suerte que cuando el labrador le volvió a preguntar que cómo estaba y qué sentía, le respondió las mesmas palabras y razones que el cautivo abencerraje respondía a Rodrigo de Narváez, del mesmo modo que él había leído la historia en la Diana de Jorge de Montemayor, donde se escribe; aprovechándose della tan a propósito, que el labrador se iba dando al diablo, de oír tanta máquina de necedades; por donde conoció que su vecino estaba loco, y dábale priesa a llegar al pueblo, por excusar el enfado que don Quijote le causaba con su larga arenga. Al cabo de lo cual, dijo:

-Sepa vuestra merced, señor don Rodrigo de Narváez, que esta hermosa Jarifa que he dicho es ahora la linda Dulcinea del Toboso, por quien yo he hecho, hago y haré los más famosos hechos de caballerías que se han visto, vean ni verán en el mundo.

A esto respondió el labrador:

-Mire vuestra merced, señor, pecador de mí, que yo no soy don Rodrigo de Narváez, ni el marqués de Mantua, sino Pedro Alonso, su vecino; ni vuestra merced es Valdovinos, ni Abindarráez, sino el honrado hidalgo del señor Quijana.

-Yo sé quién soy -respondió don Quijote-, y sé que puedo ser, no sólo los que he dicho, sino todos los doce Pares de Francia, y aun todos los Nueve de la Fama, pues a todas las hazañas que ellos todos juntos y cada uno por sí hicieron se aventajarán las mías.

En estas pláticas y en otras semejantes llegaron al lugar, a la hora que anochecía; pero el labrador aguardó a que fuese algo más noche, porque no viesen al molido hidalgo tan mal caballero. Llegada, pues, la hora que le pareció, entró en el pueblo, y en la casa de don Quijote, la cual halló toda alborotada; y estaban en ella el cura y el barbero del lugar, que eran grandes amigos de don Quijote, que estaba diciéndoles su ama a voces:

-¿Qué le parece a vuestra merced, señor licenciado Pero Pérez -que así se llamaba el Cura-, de la desgracia de mi señor? Tres días ha que no parecen él, ni el rocín, ni la adarga, ni la lanza ni las armas. ¡Desventurada de mí! que me doy a entender, y así es ello la verdad como nací para morir, que estos malditos libros de caballerías que él tiene y suele leer tan de ordinario le han vuelto el juicio; que ahora me acuerdo haberle oído decir muchas veces, hablando entre sí, que quería hacerse caballero andante, e irse a buscar las aventuras por esos mundos. Encomendados sean a Satanás y a Barrabás tales libros, que así han echado a perder el más delicado entendimiento que había en toda la Mancha.

La Sobrina decía lo mesmo, y aun decía más:

-Sepa, señor maese Nicolás -que éste era el nombre del barbero-, que muchas veces le aconteció a mi señor tío estarse leyendo en estos desalmados libros de desventuras dos días con sus noches, al cabo de los cuales, arrojaba el libro de las manos, y ponía mano a la espada, y andaba a cuchilladas con las paredes; y cuando estaba muy cansado decía que había muerto a cuatro gigantes como cuatro torres, y el sudor que sudaba del cansancio decía que era sangre de las feridas que había recebido en la batalla, y bebíase luego un gran jarro de agua fría, y quedaba sano y sosegado, diciendo que aquella agua era una preciosísima bebida que le había traído el sabio Esquife, un grande encantador y amigo suyo. Mas yo me tengo la culpa de todo, que no avisé a vuestras mercedes de los disparates de mi señor tío, para que los remediaran antes de llegar a lo que ha llegado, y quemaran todos estos descomulgados libros; que tiene muchos que bien merecen ser abrasados, como si fuesen de herejes.

-Esto digo yo también -dijo el Cura-, y a fee que no se pase el día de mañana sin que dellos no se haga acto público, y sean condenados al fuego, porque no den ocasión a quien los leyere de hacer lo que mi buen amigo debe de haber hecho.

Todo esto estaban oyendo el labrador y don Quijote, con que acabó de entender el labrador la enfermedad de su vecino, y así, comenzó a decir a voces:

-Abran vuestras mercedes al señor Valdovinos y al señor marqués de Mantua, que viene mal ferido, y al señor moro Abindarráez, que trae cautivo el valeroso Rodrigo de Narváez, alcaide de Antequera.

A estas voces salieron todos, y, como conocieron los unos a su amigo, las otras a su amo y tío, que aún no se había apeado del jumento, porque no podía, corrieron a abrazarle. Él dijo:

-Ténganse todos, que vengo malferido, por la culpa de mi caballo. Llévenme a mi lecho y llámese, si fuere posible, a la sabia Urganda, que cure y cate de mis feridas.

-¡Mirá, en hora maza -dijo a este punto el Ama-, si me decía a mí bien mi corazón del pie que cojeaba mi señor! Suba vuestra merced en buen hora; que, sin que venga esa Hurgada, le sabremos aquí curar. ¡Malditos, digo, sean otra vez y otras ciento estos libros de caballerías, que tal han parado a vuestra merced!

Lleváronle luego a la cama, y, catándole las feridas, no le hallaron ninguna; y él dijo que todo era molimiento, por haber dado una gran caída con Rocinante, su caballo, combatiéndose con diez jayanes, los más desaforados y atrevidos que se pudieran fallar en gran parte de la tierra.

-¡Ta, ta! -dijo el Cura-. ¿Jayanes hay en la danza? Para mi santiguada que yo los queme mañana antes que llegue la noche.

Hiciéronle a don Quijote mil preguntas, y a ninguna quiso responder otra cosa sino que le diesen de comer y le dejasen dormir, que era lo que más le importaba. Hízose así, y el Cura se informó muy a la larga del labrador del modo que había hallado a don Quijote. Él se lo contó todo, con los disparates que al hallarle y al traerle había dicho; que fue poner más deseo en el Licenciado de hacer lo que otro día hizo, que fue llamar a su amigo el barbero maese Nicolás, con el cual se vino a casa de don Quijote.

lunes, 15 de noviembre de 2021

LA AVENTURA CON EL CRIADO ANDRÉS Y LOS MERCADERES TOLEDANOS QUE IBAN A COMPRAR SEDA A MURCIA

En el Capítulo III, don Quijote, después de su paupérrima cena, va a la caballeriza y se pone de rodillas ante el ventero para pedirle que le dé la orden de caballería, así como, permiso para velar sus armas en la capilla. Con la sospecha de que don Quijote ha perdido el juicio, el ventero le sigue el juego, le dice que también tuvo sus propias aventuras de caballero cuando era más joven y que puede velar sus armas en el patio del "castillo", ya que la capilla está en obras.

El ventero le pregunta si trae dinero y don Quijote le responde que no porque nunca leyó en los libros de caballerías que traían dinero. El ventero le explica que era un detalle menor que los autores no mencionaron y le recomienda que además de dinero lleve encima camisas, ungüento para curar heridas y otros víveres necesarios.

Don Quijote pone sus armas sobre la pila en el patio para velarlas durante la noche, pero llega un arriero quien quiere darles agua a sus mulas. Al mover las armas para acceder a la pila, don Quijote afronta al arriero, ya que le parece una falta de respeto que las toque. Éste no le hace caso y como resultado le da un golpe en la cabeza con su lanza. Viene otro arriero a la pila por el mismo motivo y también arremete contra él. Los compañeros de los arrieros comienzan a tirarle piedras a don Quijote por lo que se enfada aún más.

Para poner fin al conflicto, el ventero, deseoso de que se marche de la venta, decide que no es necesario velar más las armas y hace una pequeña ceremonia para darle la orden de caballería. Don Quijote sale de la venta y el ventero no le cobra el alojamiento.



De lo que le sucedió a nuestro caballero cuando salió de la venta

La del alba sería cuando don Quijote salió de la venta, tan contento, tan gallardo, tan alborozado por verse ya armado caballero, que el gozo le reventaba por las cinchas del caballo. Mas, viniéndole a la memoria los consejos de su huésped cerca de las prevenciones tan necesarias que había de llevar consigo, especial la de los dineros y camisas, determinó volver a su casa y acomodarse de todo, y de un escudero, haciendo cuenta de recebir a un labrador vecino suyo, que era pobre y con hijos, pero muy a propósito para el oficio escuderil de la caballería. Con este pensamiento guió a Rocinante hacia su aldea, el cual, casi conociendo la querencia, con tanta gana comenzó a caminar, que parecía que no ponía los pies en el suelo.

No había andado mucho, cuando le pareció que a su diestra mano, de la espesura de un bosque que allí estaba, salían unas voces delicadas, como de persona que se quejaba; y apenas las hubo oído, cuando dijo:

-Gracias doy al cielo por la merced que me hace, pues tan presto me pone ocasiones delante donde yo pueda cumplir con lo que debo a mi profesión, y donde pueda coger el fruto de mis buenos deseos. Estas voces, sin duda, son de algún menesteroso, o menesterosa, que ha menester mi favor y ayuda.

Y volviendo las riendas, encaminó a Rocinante hacia donde le pareció que las voces salían. Y a pocos pasos que entró por el bosque, vio atada una yegua a una encina, y atado en otra a un muchacho, desnudo de medio cuerpo arriba, hasta de edad de quince años, que era el que las voces daba, y no sin causa, porque le estaba dando con una pretina muchos azotes un labrador de buen talle, y cada azote le acompañaba con una reprehensión y consejo. Porque decía:

-La lengua queda y los ojos listos.

Y el muchacho respondía:

-No lo haré otra vez, señor mío; por la pasión de Dios, que no lo haré otra vez, y yo prometo de tener de aquí adelante más cuidado con el hato.

Y viendo don Quijote lo que pasaba, con voz airada dijo:

-Descortés caballero, mal parece tomaros con quien defender no se puede; subid sobre vuestro caballo y tomad vuestra lanza -que también tenía una lanza arrimada a la encina adonde estaba arrendada la yegua-; que yo os haré conocer ser de cobardes lo que estáis haciendo.

El labrador, que vio sobre sí aquella figura llena de armas blandiendo la lanza sobre su rostro, túvose por muerto, y con buenas palabras respondió:

-Señor caballero, este muchacho que estoy castigando es un mi criado, que me sirve de guardar una manada de ovejas que tengo en estos contornos; el cual es tan descuidado, que cada día me falta una; y porque castigo su descuido, o bellaquería, dice que lo hago de miserable, por no pagalle la soldada que le debo, y en Dios y en mi ánima que miente.

-¿«Miente» delante de mí, ruin villano? -dijo don Quijote-. Por el sol que nos alumbra, que estoy por pasaros de parte a parte con esta lanza. Pagadle luego sin más réplica; si no, por el Dios que nos rige, que os concluya y aniquile en este punto. Desatadlo luego.

El labrador bajó la cabeza y, sin responder palabra, desató a su criado, al cual preguntó don Quijote que cuánto le debía su amo. Él dijo que nueve meses, a siete reales cada mes. Hizo la cuenta don Quijote y halló que montaban sesenta y tres reales, y díjole al labrador que al momento los desembolsase, si no quería morir por ello. Respondió el medroso villano que para el paso en que estaba y juramento que había hecho (y aún no había jurado nada), que no eran tantos; porque se le habían de descontar y recebir en cuenta tres pares de zapatos que le había dado, y un real de dos sangrías que le habían hecho estando enfermo.

-Bien está todo eso -replicó don Quijote-, pero quédense los zapatos y las sangrías por los azotes que sin culpa le habéis dado; que si él rompió el cuero de los zapatos que vos pagastes, vos le habéis rompido el de su cuerpo; y si le sacó el barbero sangre estando enfermo, vos en sanidad se la habéis sacado; ansí que, por esta parte, no os debe nada.

-El daño está, señor caballero, en que no tengo aquí dineros: véngase Andrés conmigo a mi casa, que yo se los pagaré un real sobre otro.

-¿Irme yo con él -dijo el muchacho- más? ¡Mal año! No, señor, ni por pienso; porque en viéndose solo, me desollará como a un San Bartolomé.

-No hará tal -replicó don Quijote-: basta que yo se lo mande para que me tenga respeto; y con que él me lo jure por la ley de caballería que ha recebido, le dejaré ir libre y aseguraré la paga.

-Mire vuestra merced, señor, lo que dice -dijo el muchacho-: que este mi amo no es caballero, ni ha recebido orden de caballería alguna; que es Juan Haldudo el rico, el vecino del Quintanar.

-Importa eso poco -respondió don Quijote-, que Haldudos puede haber caballeros; cuanto más, que cada uno es hijo de sus obras.

-Así es verdad -dijo Andrés-; pero este mi amo, ¿de qué obras es hijo, pues me niega mi soldada y mi sudor y trabajo?

-No niego, hermano Andrés -respondió el labrador-; y hacedme placer de veniros conmigo, que yo juro por todas las órdenes que de caballerías hay en el mundo de pagaros, como tengo dicho, un real sobre otro, y aun sahumados.

-Del sahumerio os hago gracia -dijo don Quijote-; dádselos en reales, que con eso me contento; y mirad que lo cumpláis como lo habéis jurado; si no, por el mismo juramento os juro de volver a buscaros y a castigaros, y que os tengo de hallar, aunque os escondáis más que una lagartija. Y si queréis saber quién os manda esto, para quedar con más veras obligado a cumplirlo, sabed que yo soy el valeroso don Quijote de la Mancha, el desfacedor de agravios y sinrazones; y a Dios quedad, y no se os parta de las mientes lo prometido y jurado, so pena de la pena pronunciada.

Y en diciendo esto, picó a su Rocinante, y en breve espacio se apartó dellos. Siguióle el labrador con los ojos y cuando vio que había traspuesto del bosque y que ya no parecía, volvióse a su criado Andrés, y díjole:

-Venid acá, hijo mío, que os quiero pagar lo que os debo, como aquel deshacedor de agravios me dejó mandado.

-Eso juro yo -dijo Andrés-; y ¡cómo que andará vuestra merced acertado en cumplir el mandamiento de aquel buen caballero, que mil años viva; que, según es de valeroso y de buen juez, vive Roque, que si no me paga, que vuelva y ejecute lo que dijo!

-También lo juro yo -dijo el labrador-; pero, por lo mucho que os quiero, quiero acrecentar la deuda, por acrecentar la paga.

Y asiéndole del brazo, le tornó a atar a la encina, donde le dio tantos azotes, que le dejó por muerto.

-Llamad, señor Andrés, ahora -decía el labrador- al desfacedor de agravios, veréis cómo no desface aquéste. Aunque creo que no está acabado de hacer, porque me viene gana de desollaros vivo, como vos temíades.

Pero, al fin, le desató y le dio licencia que fuese a buscar su juez, para que ejecutase la pronunciada sentencia. Andrés se partió algo mohíno, jurando de ir a buscar al valeroso don Quijote de la Mancha, y contalle punto por punto lo que había pasado, y que se lo había de pagar con las setenas. Pero, con todo esto, él se partió llorando y su amo se quedó riendo. Y desta manera deshizo el agravio el valeroso don Quijote; el cual, contentísimo de lo sucedido, pareciéndole que había dado felicísimo y alto principio a sus caballerías, con gran satisfación de sí mismo iba caminando hacia su aldea, diciendo a media voz:

-Bien te puedes llamar dichosa sobre cuantas hoy viven en la tierra, ¡oh sobre las bellas bella Dulcinea del Toboso! pues te cupo en suerte tener sujeto y rendido a toda tu voluntad e talante a un tan valiente y tan nombrado caballero como lo es y será don Quijote de la Mancha; el cual, como todo el mundo sabe, ayer rescibió la orden de caballería, y hoy ha desfecho el mayor tuerto y agravio que formó la sinrazón y cometió la crueldad: hoy quitó el látigo de la mano a aquel despiadado enemigo que tan sin ocasión vapulaba a aquel delicado infante.

En esto, llegó a un camino que en cuatro se dividía, y luego se le vino a la imaginación las encrucijadas donde los caballeros andantes se ponían a pensar cuál camino de aquéllos tomarían; y, por imitarlos, estuvo un rato quedo, y al cabo de haberlo muy bien pensado, soltó la rienda a Rocinante, dejando a la voluntad del rocín la suya, el cual siguió su primer intento, que fue el irse camino de su caballeriza. Y habiendo andado como dos millas, descubrió don Quijote un grande tropel de gente, que, como después se supo, eran unos mercaderes toledanos que iban a comprar seda a Murcia. Eran seis, y venían con sus quitasoles, con otros cuatro criados a caballo y tres mozos de mulas a pie. Apenas los divisó don Quijote, cuando se imaginó ser cosa de nueva aventura; y, por imitar en todo cuanto a él le parecía posible los pasos que había leído en sus libros, le pareció venir allí de molde uno que pensaba hacer. Y así, con gentil continente y denuedo, se afirmó bien en los estribos, apretó la lanza, llegó la adarga al pecho, y, puesto en la mitad del camino, estuvo esperando que aquellos caballeros andantes llegasen, que ya él por tales los tenía y juzgaba; y cuando llegaron a trecho que se pudieron ver y oír, levantó don Quijote la voz, y con ademán arrogante dijo:

-Todo el mundo se tenga, si todo el mundo no confiesa que no hay en el mundo todo doncella más hermosa que la emperatriz de la Mancha, la sin par Dulcinea del Toboso.

Paráronse los mercaderes al son destas razones, y a ver la extraña figura del que las decía, y por la figura y por las razones luego echaron de ver la locura de su dueño; mas quisieron ver despacio en qué paraba aquella confesión que se les pedía, y uno dellos, que era un poco burlón y muy mucho discreto, le dijo:

-Señor caballero, nosotros no conocemos quién sea esa buena señora que decís; mostrádnosla: que si ella fuere de tanta hermosura como significáis, de buena gana y sin apremio alguno confesaremos la verdad que por parte vuestra nos es pedida.

-Si os la mostrara -replicó don Quijote-, ¿qué hiciérades vosotros en confesar una verdad tan notoria? La importancia está en que sin verla lo habéis de creer, confesar, afirmar, jurar y defender; donde no, conmigo sois en batalla, gente descomunal y soberbia. Que, ahora vengáis uno a uno, como pide la orden de caballería, ahora todos juntos, como es costumbre y mala usanza de los de vuestra ralea, aquí os aguardo y espero, confiado en la razón que de mi parte tengo.

-Señor caballero -replicó el mercader-, suplico a vuestra merced, en nombre de todos estos príncipes que aquí estamos, que, porque no encarguemos nuestras conciencias confesando una cosa por nosotros jamás vista ni oída, y más siendo tan en perjuicio de las emperatrices y reinas del Alcarria y Extremadura, que vuestra merced sea servido de mostrarnos algún retrato de esa señora, aunque sea tamaño como un grano de trigo; que por el hilo se sacará el ovillo, y quedaremos con esto satisfechos y seguros, y vuestra merced quedará contento y pagado; y aun creo que estamos ya tan de su parte que, aunque su retrato nos muestre que es tuerta de un ojo y que del otro le mana bermellón y piedra azufre, con todo eso, por complacer a vuestra merced, diremos en su favor todo lo que quisiere.

-No le mana, canalla infame -respondió don Quijote, encendido en cólera-; no le mana, digo, eso que decís, sino ámbar y algalia entre algodones; y no es tuerta ni corcovada, sino más derecha que un huso de Guadarrama. Pero ¡vosotros pagaréis la grande blasfemia que habéis dicho contra tamaña beldad como es la de mi señora!

Y en diciendo esto, arremetió con la lanza baja contra el que lo había dicho, con tanta furia y enojo, que si la buena suerte no hiciera que en la mitad del camino tropezara y cayera Rocinante, lo pasara mal el atrevido mercader. Cayó Rocinante, y fue rodando su amo una buena pieza por el campo; y queriéndose levantar, jamás pudo: tal embarazo le causaban la lanza, adarga, espuelas y celada, con el peso de las antiguas armas. Y entre tanto que pugnaba por levantarse y no podía, estaba diciendo:

-Non fuyáis, gente cobarde; gente cautiva, atended; que no por culpa mía, sino de mi caballo, estoy aquí tendido.

Un mozo de mulas de los que allí venían, que no debía de ser muy bien intencionado, oyendo decir al pobre caído tantas arrogancias, no lo pudo sufrir sin darle la respuesta en las costillas. Y llegándose a él, tomó la lanza y, después de haberla hecho pedazos, con uno dellos comenzó a dar a nuestro don Quijote tantos palos, que, a despecho y pesar de sus armas, le molió como cibera. Dábanle voces sus amos que no le diese tanto y que le dejase; pero estaba ya el mozo picado y no quiso dejar el juego hasta envidar todo el resto de su cólera; y acudiendo por los demás trozos de la lanza, los acabó de deshacer sobre el miserable caído, que, con toda aquella tempestad de palos que sobre él vía, no cerraba la boca, amenazando al cielo y a la tierra, y a los malandrines, que tal le parecían.

Cansóse el mozo, y los mercaderes siguieron su camino, llevando qué contar en todo él del pobre apaleado. El cual, después que se vio solo, tornó a probar si podía levantarse; pero si no lo pudo hacer cuando sano y bueno, ¿cómo lo haría molido y casi deshecho? Y aún se tenía por dichoso, pareciéndole que aquélla era propia desgracia de caballeros andantes, y toda la atribuía a la falta de su caballo; y no era posible levantarse, según tenía brumado todo el cuerpo.

viernes, 5 de noviembre de 2021

¡POR FIN! DON QUIJOTE ES CABALLERO

En el capítulo anterior, Don Quijote, con todas sus armas, se monta en Rocinante y sale en busca de aventura, sin avisar a nadie. De repente recuerda que los caballeros noveles deben llevar escudos blancos hasta realizar alguna proeza notable. Decide limpiar sus armas hasta que queden blancas y planea hacerse armar de caballero en la primera oportunidad que se le presente.

Entonces comienza a imaginar lo que escribirán de él y sus famosos hechos en el mismo lenguaje que el de los libros de caballerías: "Dichosa edad y siglo dichoso aquel adonde saldrán a luz las famosas hazañas mías, dignas de entallarse en bronce, esculpirse en mármoles y pintarse en tablas para memoria en lo futuro".

Por fin llega a una venta, que para este "caballero andante" es un castillo. Las mujeres comunes de la posada le parecen hermosas doncellas, y un pastor de cerdos es un trompetista que anuncia la llegada de Don Quijote. Saluda a las mujeres con demasiada formalidad. Se ríen y él les advierte, “la risa que tiene poca causa es una gran tontería”.

El propietario sale y decide seguirle el juego. Las mujeres siguen su ejemplo y también fingen que Don Quijote es un caballero. Don Quijote les dice que se ocupen de su majestuoso caballo, y él entra a descansar. Las mujeres le quitan la armadura, pero no saben cómo quitarle la celada. Entonces, mantiene su casco puesto durante toda la noche.

Como es viernes, solo hay unas raciones de un pescado que llaman “truchuela”. Don Quijote las confunde con truchas pequeñas, por lo que cree que son un gran manjar. Las mujeres le ayudan dándole de comer, pues esta tarea le resulta difícil con la celada puesta. Él piensa en la necesidad de recibir la orden de caballería, pues es lo único que le falta para comenzar la aventura.



Donde se cuenta la graciosa manera que tuvo don Quijote en armarse caballero

Y así, fatigado deste pensamiento, abrevió su venteril y limitada cena; la cual acabada, llamó al ventero y, encerrándose con él en la caballeriza, se hincó de rodillas ante él, diciéndole:

-No me levantaré jamás de donde estoy, valeroso caballero, fasta que la vuestra cortesía me otorgue un don que pedirle quiero, el cual redundará en alabanza vuestra y en pro del género humano.

El ventero, que vio a su huésped a sus pies y oyó semejantes razones, estaba confuso mirándole, sin saber qué hacerse ni decirle, y porfiaba con él que se levantase, y jamás quiso, hasta que le hubo de decir que él le otorgaba el don que le pedía.

-No esperaba yo menos de la gran magnificencia vuestra, señor mío -respondió don Quijote-; y así, os digo que el don que os he pedido y de vuestra liberalidad me ha sido otorgado es que mañana en aquel día me habéis de armar caballero, y esta noche en la capilla deste vuestro castillo velaré las armas, y mañana, como tengo dicho, se cumplirá lo que tanto deseo, para poder, como se debe ir por todas las cuatro partes del mundo buscando las aventuras, en pro de los menesterosos, como está a cargo de la caballería y de los caballeros andantes, como yo soy, cuyo deseo a semejantes fazañas es inclinado.

El ventero, que, como está dicho, era un poco socarrón y ya tenía algunos barruntos de la falta de juicio de su huésped, acabó de creerlo cuando acabó de oírle semejantes razones, y, por tener qué reír aquella noche, determinó de seguirle el humor; y así, le dijo que andaba muy acertado en lo que deseaba y pedía y que tal prosupuesto era propio y natural de los caballeros tan principales como él parecía y como su gallarda presencia mostraba; y que él, ansimesmo, en los años de su mocedad, se había dado a aquel honroso ejercicio, andando por diversas partes del mundo buscando sus aventuras, sin que hubiese dejado los Percheles de Málaga, Islas de Riarán, Compás de Sevilla, Azoguejo de Segovia, la Olivera de Valencia, Rondilla de Granada, Playa de Sanlúcar, Potro de Córdoba y las Ventillas de Toledo, y otras diversas partes, donde había ejercitado la ligereza de sus pies y sutileza de sus manos, haciendo muchos tuertos, recuestando muchas viudas, deshaciendo algunas doncellas y engañando a algunos pupilos, y, finalmente, dándose a conocer por cuantas audiencias y tribunales hay casi en toda España; y que, a lo último, se había venido a recoger a aquel su castillo, donde vivía con su hacienda y con las ajenas, recogiendo en él a todos los caballeros andantes, de cualquiera calidad y condición que fuesen, sólo por la mucha afición que les tenía y porque partiesen con él de sus haberes, en pago de su buen deseo. Díjole también que en aquel su castillo no había capilla alguna donde poder velar las armas, porque estaba derribada para hacerla de nuevo; pero que, en caso de necesidad, él sabía que se podían velar dondequiera, y que aquella noche las podría velar en un patio del castillo; que a la mañana, siendo Dios servido, se harían las debidas ceremonias, de manera que él quedase armado caballero, y tan caballero, que no pudiese ser más en el mundo.

Preguntóle si traía dineros; respondió don Quijote que no traía blanca, porque él nunca había leído en las historias de los caballeros andantes que ninguno los hubiese traído. a esto dijo el ventero que se engañaba: que, puesto caso que en las historias no se escribía, por haberles parecido a los autores dellas que no era menester escrebir una cosa tan clara y tan necesaria de traerse como eran dineros y camisas limpias, no por eso se había de creer que no los trujeron; y así, tuviese por cierto y averiguado que todos los caballeros andantes, de que tantos libros están llenos y atestados, llevaban bien herradas las bolsas, por lo que pudiese sucederles; y que asimismo llevaban camisas y una arqueta pequeña llena de ungüentos para curar las heridas que recebían, porque no todas veces en los campos y desiertos donde se combatían y salían heridos había quien los curase, si ya no era que tenían algún sabio encantador por amigo, que luego los socorría, trayendo por el aire, en alguna nube, alguna doncella o enano con alguna redoma de agua de tal virtud, que en gustando alguna gota della, luego al punto quedaban sanos de sus llagas y heridas, como si mal alguno hubiesen tenido; mas que, en tanto que esto no hubiese, tuvieron los pasados caballeros por cosa acertada que sus escuderos fuesen proveídos de dineros y de otras cosas necesarias, como eran hilas y ungüentos para curarse; y cuando sucedía que los tales caballeros no tenían escuderos (que eran pocas y raras veces), ellos mesmos lo llevaban todo en unas alforjas muy sutiles, que casi no se parecían, a las ancas del caballo, como que era otra cosa de más importancia; porque, no siendo por ocasión semejante, esto de llevar alforjas no fue muy admitido entre los caballeros andantes; y por esto le daba por consejo, pues aún se lo podía mandar como a su ahijado, que tan presto lo había de ser, que no caminase de allí adelante sin dineros y sin las prevenciones referidas, y que vería cuán bien se hallaba con ellas cuando menos se pensase.

Prometióle don Quijote de hacer lo que se le aconsejaba, con toda puntualidad, y así, se dio luego orden como velase las armas en un corral grande que a un lado de la venta estaba; y recogiéndolas don Quijote todas, las puso sobre una pila que junto a un pozo estaba, y, embrazando su adarga, asió de su lanza, y con gentil continente se comenzó a pasear delante de la pila; y cuando comenzó el paseo comenzaba a cerrar la noche.

Contó el ventero a todos cuantos estaban en la venta la locura de su huésped, la vela de las armas y la armazón de caballería que esperaba. Admiráronse de tan extraño género de locura y fuéronselo a mirar desde lejos, y vieron que, con sosegado ademán, unas veces se paseaba; otras, arrimado a su lanza, ponía los ojos en las armas, sin quitarlos por un buen espacio dellas. Acabó de cerrar la noche; pero con tanta claridad de la luna, que podía competir con el que se la prestaba, de manera que cuanto el novel caballero hacía era bien visto de todos. Antojósele en esto a uno de los arrieros que estaban en la venta ir a dar agua a su recua, y fue menester quitar las armas de don Quijote, que estaban sobre la pila; el cual, viéndole llegar, en voz alta le dijo:

-¡Oh tú, quienquiera que seas, atrevido caballero, que llegas a tocar las armas del más valeroso andante que jamás se ciñó espada! Mira lo que haces y no las toques, si no quieres dejar la vida en pago de tu atrevimiento.

No se curó el arriero destas razones (y fuera mejor que se curara, porque fuera curarse en salud); antes, trabando de las correas, las arrojó gran trecho de sí. Lo cual visto por don Quijote, alzó los ojos al cielo y, puesto el pensamiento (a lo que pareció) en su señora Dulcinea, dijo:

-Acorredme, señora mía, en esta primera afrenta que a este vuestro avasallado pecho se le ofrece: no me desfallezca en este primero trance vuestro favor y amparo.

Y diciendo éstas y otras semejantes razones, soltando la adarga, alzó la lanza a dos manos y dio con ella tan gran golpe al arriero en la cabeza, que le derribó en el suelo, tan maltrecho, que si segundara con otro, no tuviera necesidad de maestro que le curara. Hecho esto, recogió sus armas y tornó a pasearse con el mismo reposo que primero. Desde allí a poco, sin saberse lo que había pasado (porque aún estaba aturdido el arriero), llegó otro con la mesma intención de dar agua a sus mulos y, llegando a quitar las armas para desembarazar la pila, sin hablar don Quijote palabra y sin pedir favor a nadie, soltó otra vez la adarga y alzó otra vez la lanza y, sin hacerla pedazos, hizo más de tres la cabeza del segundo arriero, porque se la abrió por cuatro. Al ruido acudió toda la gente de la venta, y entre ellos el ventero. Viendo esto don Quijote, embrazó su adarga y, puesta mano a su espada, dijo:

-¡Oh señora de la fermosura, esfuerzo y vigor del debilitado corazón mío! Ahora es tiempo que vuelvas los ojos de tu grandeza a este tu cautivo caballero, que tamaña aventura está atendiendo.

Con esto cobró, a su parecer, tanto ánimo, que si le acometieran todos los arrieros del mundo, no volviera el pie atrás. Los compañeros de los heridos, que tales los vieron, comenzaron desde lejos a llover piedras sobre don Quijote, el cual, lo mejor que podía, se reparaba con su adarga, y no se osaba apartar de la pila, por no desamparar las armas. El ventero daba voces que le dejasen, porque ya les había dicho como era loco, y que por loco se libraría, aunque los matase a todos. También don Quijote las daba, mayores, llamándolos de alevosos y traidores, y que el señor del castillo era un follón y mal nacido caballero, pues de tal manera consentía que se tratasen los andantes caballeros; y que si él hubiera recebido la orden de caballería, que él le diera a entender su alevosía: -pero de vosotros, soez y baja canalla, no hago caso alguno: tirad, llegad, venid, y ofendedme en cuanto pudiéredes; que vosotros veréis el pago que lleváis de vuestra sandez y demasía.

Decía esto con tanto brío y denuedo, que infundió un terrible temor en los que le acometían; y así por esto como por las persuasiones del ventero, le dejaron de tirar, y él dejó retirar a los heridos y tornó a la vela de sus armas, con la misma quietud y sosiego que primero.

No le parecieron bien al ventero las burlas de su huésped, y determinó abreviar y darle la negra orden de caballería luego, antes que otra desgracia sucediese. Y así, llegándose a él, se desculpó de la insolencia que aquella gente baja con él había usado, sin que él supiese cosa alguna; pero que bien castigados quedaban de su atrevimiento. Díjole como ya le había dicho que en aquel castillo no había capilla, y para lo que restaba de hacer tampoco era necesaria; que todo el toque de quedar armado caballero consistía en la pescozada y en el espaldarazo, según él tenía noticia del ceremonial de la orden, y que aquello en mitad de un campo se podía hacer; y que ya había cumplido con lo que tocaba al velar de las armas, que con solas dos horas de vela se cumplía, cuanto más que él había estado más de cuatro. Todo se lo creyó don Quijote, y dijo que él estaba allí pronto para obedecerle, y que concluyese con la mayor brevedad que pudiese; porque si fuese otra vez acometido y se viese armado caballero, no pensaba dejar persona viva en el castillo, eceto aquéllas que él le mandase, a quien por su respeto dejaría.

Advertido y medroso desto el castellano, trujo luego un libro donde asentaba la paja y cebada que daba a los arrieros, y con un cabo de vela que le traía un muchacho, y con las dos ya dichas doncellas, se vino adonde don Quijote estaba, al cual mandó hincar de rodillas; y, leyendo en su manual (como que decía alguna devota oración), en mitad de la leyenda alzó la mano y diole sobre el cuello un buen golpe, y tras él, con su mesma espada, un gentil espaldazaro, siempre murmurando entre dientes, como que rezaba. Hecho esto, mandó a una de aquellas damas que le ciñese la espada, la cual lo hizo con mucha desenvoltura y discreción, porque no fue menester poca para no reventar de risa a cada punto de las ceremonias; pero las proezas que ya habían visto del novel caballero les tenían la risa a raya. Al ceñirle la espada, dijo la buena señora:

-Dios haga a vuestra merced muy venturoso caballero y le dé ventura en lides.

Don Quijote le preguntó cómo se llamaba, porque él supiese de allí adelante a quién quedaba obligado por la merced recebida, porque pensaba darle alguna parte de la honra que alcanzase por el valor de su brazo. Ella respondió con mucha humildad que se llamaba la Tolosa, y que era hija de un remendón natural de Toledo que vivía a las tendillas de Sancho Bienaya, y que dondequiera que ella estuviese le serviría y le tendría por señor. Don Quijote le replicó que, por su amor, le hiciese merced que de allí adelante se pusiese don y se llamase doña Tolosa. Ella se lo prometió, y la otra le calzó la espuela; con la cual le pasó casi el mismo coloquio que con la de la espada. Preguntóle su nombre, y dijo que se llamaba la Molinera y que era hija de un honrado molinero de Antequera; a la cual también rogó don Quijote que se pusiese don y se llamase doña Molinera, ofreciéndole nuevos servicios y mercedes.

Hechas, pues, de galope y aprisa las hasta allí nunca vistas ceremonias, no vio la hora don Quijote de verse a caballo y salir buscando las aventuras; y, ensillando luego a Rocinante, subió en él y, abrazando a su huésped, le dijo cosas tan extrañas, agradeciéndole la merced de haberle armado caballero, que no es posible acertar a referirlas. El ventero, por verle ya fuera de la venta, con no menos retóricas, aunque con más breves palabras, respondió a las suyas y, sin pedirle la costa de la posada, le dejó ir a la buen hora.

martes, 2 de noviembre de 2021

Próxima reunión martes 2 de noviembre de 2021 (18:00 horas)

 El sueño eterno de Raymond Chandler

¿Serías capaz de resolver un misterioso caso de amenaza de muerte entre la alta sociedad de Hollywood?.

Acompaña al detective Philip Marlowe, el detective más célebre del siglo XX, en este complejo caso.

El detective Philip Marlowe se enfrenta a un caso que promete ser sencillo: el viejo general Sternwood, paralítico y extremadamente rico, ha recibido una nota de chantaje que concierne a su hija menor, la salvaje Carmen.

Recorriendo la ciudad desde su despacho en Hollywood Boulevard hasta las mansiones de los barrios residenciales, Marlowe deberá adentrarse en un laberinto de perversidad cada vez más oscuro. Esta edición reúne también los dos relatos pulp, publicados en la revista Black Mask, que Chandler canibalizó para escribir la novela: Asesino bajo la lluvia (1935) y El telón (1936).

Fuente: Lecturalia




viernes, 29 de octubre de 2021

El sueño eterno

El debut de Marlowe


El sueño eterno
(1939) puede parecer a simple vista una obra corta, pero su trama es tan compleja que se hace necesario leerla lentamente. Las escenas se recrean en los ambientes más turbios: oficinas de gánsteres, clubes nocturnos, librerías pornográficas. Y la acción va deslizándose entre asesinatos, chantajes y desapariciones. Pese a todo, debajo de todo ese cinismo, pueden rescatarse una serie de valores ocultos. La lealtad, el respeto por uno mismo, la capacidad de sacrificio e incluso la preferencia por la propia muerte antes que vender a un ser querido.

Seguramente estemos ante la novela fundacional del género negro. La única forma de afrontar esta historia es renunciar a entender o resolver su trama. Y esta historia arranca con una situación sencilla. El investigador privado Philip Marlowe visita la mansión del viejo general Sternwood, paralítico y extremadamente rico, ha recibido una nota de chantaje que concierne a su hija menor, la intensa Carmen. El general Sternwood contrata a Marlowe para que le libre de Geiger, un chantajista que pretende extorsionarle a cuenta de las deudas de juego de su hija Carmen. Pero a Vivien, la hija mayor del general, lo que en verdad le preocupa es averiguar por qué le interesa al detective su exmarido, Rusty Regan, que se ha fugado con la esposa de un hampón local. Pero a partir de aquí… la trama de El sueño eterno se abre y se abre incorporando a más y más personajes. Recorriendo la ciudad desde su despacho en Hollywood Boulevard hasta las mansiones de los barrios residenciales, Marlowe deberá adentrarse en un laberinto de perversidad cada vez más oscuro.

Que una novela alcance la gloria solo se explica por unos personajes vivos, unos diálogos chispeantes y unas descripciones de personajes de lo más ingeniosas. Chandler ofrece una lección magistral de la conversación y el manejo de personajes, de lo que Philip Marlowe es el gran emblema. Ante toda una orgía de individuos procedentes de familias acaudaladas, bajos fondos, policía y crimen organizado, Marlowe siempre tiene la respuesta más ingeniosa y la capacidad para descolocar a su acompañante.

La construcción del personaje Philip Marlowe responde a una mezcla reconocible, aunque a veces arbitraria, de dureza, compasión y agilidad mental. “Si no fuera duro, no podría vivir; si no fuera comprensivo, no merecería la pena vivir”. El carácter referencial de Marlowe para una generación que vivía sumergida en la Guerra Fría, en las decepciones del socialismo real, en la cruda realidad de Estados Unidos como un imperio agobiado por compromisos que no sabía mantener, se explica por la identificación con un personaje que tiene el impulso de buscar la verdad, que sabe que es difícil encontrarla, que entiende que la verdad no es unívoca y que, casi con seguridad, descubrirá que es decepcionante.

Marlowe llegaría a la gran pantalla en 1946 con la cara de Humphrey Bogart. Bajo la dirección de Howard Hawks y guion de William Faulkner, el rodaje de esta historia estuvo lleno de una atmosfera creada por la química entre Bogart y Lauren Bacall, a la que había conocido en Tener y no tener y ya estaban casados. Todo esto ayudó a sentar las bases de un género en el imaginario colectivo.

En su libro El simple arte de matar, Chandler explica que Dashiell Hammett sacó el crimen del jarrón veneciano y lo llevó al callejón. Hammett eliminó los irreales juegos deductivos y se centró en la vida delictiva callejera. Chandler siguió su camino pero introdujo más lirismo en su prosa. Si sus detectives explican sus estilos: Sam Spade es seco y duro, Marlowe es irónico y cínico. Pero como ya nos enseñó Bogart, no hay que elegir, hay que disfrutar de los dos.

Las secuelas

La serie iniciada con El sueño eterno en 1939 se cierra con Playback en 1958. Siete novelas que, con sus fallos, crean un código, una forma de ver la novela negra y la vida. Su historia a partir de ahí empieza mal porque los herederos encargan tres décadas después a Robert B. Parker que siga con la trama que dejó a medias Chandler antes de morir en 1959. Pero el creador del detective Spenser no acierta ni en Poodle Springs (1989) ni en Perchance to Dream (1991) ya con material propio. El asunto se queda en barbecho hasta que los herederos vuelven a la carga y esta vez eligen mejor: John Banville, alias Benjamin Black, es el encargado de devolver a Marlowe a la vida en La rubia de ojos negros (Alfaguara, 2014) en la que sí da con el tono y con una trama mejor armada que las originales.

El escritor inglés Lawrence Osborne maneja con acierto los resortes de la saga de Philip Marlowe en Solo para soñar (Navona Ficciones, 2020), una nueva continuación del personaje creado por Raymond Chandler con un tono sobrio y toques nostálgicos de fin de fiesta con un anciano Marlowe. Buen conocedor de la obra de Chandler, Osborne, educado en letras clásicas, viajero impenitente, rellena huecos de la biografía del personaje, se inventa casos, proyecta en retrospectiva la vida de nuestro héroe más allá de las novelas de su creador. Sin embargo, los diálogos no tienen la frescura del original, ni tampoco el sarcasmo ni la ironía con que el escritor estadounidense dotó a su detective.

Reinterpretar personajes clásicos es una misión de riesgo. Se haga bien o no, siempre va a haber aficionados irredentos que no quieran que sus personajes vayan más allá de lo escrito por el autor original.