martes, 31 de mayo de 2022

John Maxwell Coetzee

"La historia carece de vida a menos que le proporciones un hogar en tu conciencia"


Entre la lengua inglesa, los restos de cultura afrikaaner de su familia y el cruce de múltiples razas, lenguas y religiones de la zona semidesértica de Worcester, John Maxwell Coetzee (Ciudad del Cabo, 1940) levantó su primera mirada del mundo.

Coetzee estudió Lengua y Literatura inglesa y Matemáticas en la Universidad del Ciudad del Cabo; trabajó como programador de IBM en Londres; realizó una maestría en la obra de Ford Maddox Ford; hizo un doctorado en lingüística computacional en Texas, donde trabajó sobre la obra de Samuel Beckett, gran influencia de su oscura visión literaria junto a Joseph Conrad, Fiódor Dostoyevski y Franz Kafka. Fue profesor en la Universidad Estatal de Nueva York y estuvo involucrado en las protestas contra la guerra del Vietnam. Fue precisamente en este periodo que comenzó a escribir su primera novela, la cual terminó a su regreso en Sudáfrica. Además investigó literariamente en la Universidad de Adelaida, en Australia, su actual país de residencia y en el que se nacionalizó en 2006.

Aunque su formación se centró sobre todo en los aspectos científicos del estudio de la lengua más que en los estrictamente literarios, fue el azar lo que le llevó a configurar su obra: mientras buscaba en los textos del etnólogo alemán Carl Meinhof sobre lenguas sudafricanas, halló los glosarios redactados por otro viajero, Jacobus Coetzee, un antiguo antepasado suyo holandés. La reconstrucción imaginaria de ese origen conquistador da inicio a una obra en el que biografía y ficción, raza y cultura, alegoría y realismo se cruzan y discuten en un retrato tan crudo, subjetivo y comprometido de la sociedad sudafricana. Sus novelas, a menudo alegóricas o simbólicas, atacan el sistema del apartheid en Sudáfrica o echan abajo los ejemplos históricos del colonialismo. Pocos escritores sudafricanos han sabido equilibrar tan bien como Coetzee el reclamo de la justicia social con las exigencias técnicas y estéticas de la novela. Esta contundencia lo llevó a ganar dos veces el premio Booker por Vida y época de Michael K (1983), historia de un luchador por la libertad, y Desgracia (1999) y el Premio Nobel de Literatura en 2003 por su brillante análisis de la sociedad sudafricana.

Debutó como novelista con Tierras de poniente en 1974, obra que narra dos historias sobre conflictos y se hizo conocido con su segunda novela En medio de ninguna parte (1977), desarrollada en el contexto de una granja sudafricana. Por esta recibió el prestigioso Premio CNA.
Le siguieron Esperando a los bárbaros (1980), en la que se aprecia la influencia de Conrad y Foe (1986), donde recrea el famoso Robinson Crusoe de Daniel Defoe. También ha publicado varios libros de ensayos, como Doblando el cabo: Ensayos y entrevistas (1994) y la colección de ensayos Mecanismos internos: Ensayos 2000-2005 (2009)

Su novela El maestro de Petersburgo (1994) explora nuevos horizontes narrativos, haciendo regresar a un Dostoievski ficticio al San Petersburgo de 1869 desde su autoexilio de Dresden, donde se había escondido de sus acreedores rusos.

Ganador de los premios Fémina a la novela extranjera (1985) y el Premio Jerusalén por la Libertad del Individuo en la Sociedad (1987), en 2010, publicó La edad de hierro, especie de retrato sociopolítico sobre la sociedad sudafricana que tiene como protagonista a la Señora Curren, una profesora de Ciudad del Cabo con cáncer terminal. Quiso también reivindicar los derechos de los animales en La vida de los animales (1999) y ahondó sobre la esencia de narrar historias en Elizabeth Costello (2001).

Otros libros suyos son Hombre Lento (2005), reflexión sobre la vida y la vejez desde la perspectiva de un hombre en situación de discapacidad y Diario de un mal año (2007). 

Para 2013 apareció La infancia de Jesús, primera entrega de la trilogía completada por Los días de Jesús en la escuela (2016) y La muerte de Jesús (2019). Fuera de la ficción, ha escrito también algunas memorias como los libros Infancia (1997), Juventud (2002) y el aclamado Verano (2009).

Entre sus influencias literarias se encuentran Samuel Beckett, Joseph Conrad, Cervantes, Franz Kafka y Fiódor Dostoyevski, patentes en su obra.

jueves, 19 de mayo de 2022

DE CUANDO DON QUIJOTE Y SANCHO COMPARTIERON UNA AGRADABLE VELADA CON UNOS CABREROS

En el capítulo X, a diferencia de lo que sugiere el epígrafe, este capítulo no incluye ninguna historia sobre yangüeses. No aparece hasta el capítulo XV. Se cree que es un descuido de Cervantes y sugiere la posibilidad de una primera redacción diferente, que incluyera el relato de los yangüeses, a la que se publicó 1605

Tras ganar Don Quijote la batalla, Sancho le pide una isla para gobernar, pero le responde que ésa no era batalla de islas sino de encrucijadas en las que no se gana más que lesiones, pero que en el futuro vendrán otras batallas que le ofrecerán la oportunidad de gobernar una isla.

Luego Sancho le sugiere a don Quijote que busquen asilo en una iglesia, ya que el vizcaíno podría denunciarlos a la Santa Hermandad, pero don Quijote le hace esta pregunta retórica: "Y, ¿dónde has visto tú, o leído jamás, que caballero andante haya sido puesto ante la justicia, por más homicidios que hubiese cometido?". También le pregunta: "Pero dime por tu vida: ¿has visto más valeroso caballero que yo en todo lo descubierto de la tierra? ¿Has leído en historias otro que tenga ni haya tenido más brío en acometer, más aliento en el perseverar, más destreza en el herir, ni más maña en el derribar?".

A esto, Sancho le responde que no, ya que no sabe leer ni escribir, y le ofrece un ungüento para su oreja herida. Entonces don Quijote le cuenta del bálsamo de Fierabrás, un ungüento con propiedades milagrosas que aparece en el cantar de gesta francés medieval Fierabrás. Mientras Sancho le cura la herida, don Quijote promete vengarse del vizcaíno pero Sancho le recuerda que si el vizcaíno cumple lo prometido y se presenta ante Dulcinea, no merece otro castigo. Don Quijote reconoce que Sancho tiene razón y anula su juramento de venganza, pero dice que quiere quitarle la celada a otro caballero y menciona el yelmo de Mambrino, un tópico de los poemas épico-burlescos italianos.

Don Quijote le pregunta a Sancho si trae algo de comida, y le responde que sólo pan, queso y cebolla, pero que no son comidas propias de un caballero. Don Quijote le contesta que está equivocado y que los caballeros están acostumbrados a no comer por un mes o sólo comer lo que encuentren por allí. Comparten la comida que Sancho traía y luego se dirigen a un pueblo en busca de una venta para alojarse, pero no llegan antes del anochecer y don Quijote decide que dormirán bajo el cielo, cerca de las chozas de unos cabreros.


De lo que le sucedió a don Quijote con unos cabreros

Fue recogido de los cabreros con buen ánimo, y, habiendo Sancho lo mejor que pudo acomodado a Rocinante y a su jumento, se fue tras el olor que despedían de sí ciertos tasajos (lomo, pierna y paleta) de cabra que hirviendo al fuego en un caldero estaban; y aunque él quisiera en aquel mesmo punto ver si estaban en sazón de trasladarlos del caldero al estómago, lo dejó de hacer, porque los cabreros los quitaron del fuego y, tendiendo por el suelo unas pieles de ovejas, aderezaron con mucha priesa su rústica mesa y convidaron a los dos, con muestras de muy buena voluntad, con lo que tenían. Sentáronse a la redonda de las pieles seis dellos, que eran los que en la majada había, habiendo primero con groseras ceremonias rogado a don Quijote que se sentase sobre un dornajo (artesa pequeña y redonda) que vuelto del revés le pusieron. Sentóse don Quijote, y quedábase Sancho en pie para servirle la copa, que era hecha de cuerno. Viéndole en pie su amo, le dijo:

—Porque veas, Sancho, el bien que en sí encierra la andante caballería y cuán a pique están los que en cualquiera ministerio della se ejercitan de venir brevemente a ser honrados y estimados del mundo, quiero que aquí a mi lado y en compañía desta buena gente te sientes, y que seas una mesma cosa conmigo, que soy tu amo y natural señor; que comas en mi plato y bebas por donde yo bebiere, porque de la caballería andante se puede decir lo mesmo que del amor se dice: que todas las cosas iguala.

—¡Gran merced! —dijo Sancho—; pero sé decir a vuestra merced que como yo tuviese bien de comer, tan bien y mejor me lo comería en pie y a mis solas como sentado a par de un emperador. Y aun, si va a decir verdad, mucho mejor me sabe lo que como en mi rincón sin melindres ni respetos, aunque sea pan y cebolla, que los gallipavos de otras mesas donde me sea forzoso mascar despacio, beber poco, limpiarme a menudo, no estornudar ni toser si me viene gana, ni hacer otras cosas que la soledad y la libertad traen consigo. Ansí que, señor mío, estas honras que vuestra merced quiere darme por ser ministro y adherente de la caballería andante, como lo soy siendo escudero de vuestra merced, conviértalas en otras cosas que me sean de más cómodo y provecho; que estas, aunque las doy por bien recebidas, las renuncio para desde aquí al fin del mundo.

—Con todo eso, te has de sentar, porque a quien se humilla, Dios le ensalza.

Y asiéndole por el brazo, le forzó a que junto dél se sentase.

No entendían los cabreros aquella jerigonza de escuderos y de caballeros andantes, y no hacían otra cosa que comer y callar y mirar a sus huéspedes, que con mucho donaire y gana embaulaban tasajo como el puño. Acabado el servicio de carne, tendieron sobre las zaleas gran cantidad de bellotas avellanadas, y juntamente pusieron un medio queso, más duro que si fuera hecho de argamasa. No estaba, en esto, ocioso el cuerno, porque andaba a la redonda tan a menudo, ya lleno, ya vacío, como arcaduz de noria, que con facilidad vació un zaque de dos que estaban de manifiesto. Después que don Quijote hubo bien satisfecho su estómago, tomó un puño de bellotas en la mano y, mirándolas atentamente, soltó la voz a semejantes razones:

—Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío. Eran en aquella santa edad todas las cosas comunes: a nadie le era necesario para alcanzar su ordinario sustento tomar otro trabajo que alzar la mano y alcanzarle de las robustas encinas, que liberalmente les estaban convidando con su dulce y sazonado fruto. Las claras fuentes y corrientes ríos, en magnífica abundancia, sabrosas y transparentes aguas les ofrecían. En las quiebras de las peñas y en lo hueco de los árboles formaban su república las solícitas y discretas abejas, ofreciendo a cualquiera mano, sin interés alguno, la fértil cosecha de su dulcísimo trabajo. Los valientes alcornoques despedían de sí, sin otro artificio que el de su cortesía, sus anchas y livianas cortezas, con que se comenzaron a cubrir las casas, sobre rústicas estacas sustentadas, no más que para defensa de las inclemencias del cielo. Todo era paz entonces, todo amistad, todo concordia: aún no se había atrevido la pesada reja del corvo arado a abrir ni visitar las entrañas piadosas de nuestra primera madre; que ella sin ser forzada ofrecía, por todas las partes de su fértil y espacioso seno, lo que pudiese hartar, sustentar y deleitar a los hijos que entonces la poseían. Entonces sí que andaban las simples y hermosas zagalejas de valle en valle y de otero en otero, en trenza y en cabello, sin más vestidos de aquellos que eran menester para cubrir honestamente lo que la honestidad quiere y ha querido siempre que se cubra, y no eran sus adornos de los que ahora se usan, a quien la púrpura de Tiro (ciudad fenicia famosa por sus tejidos y púrpuras) y la por tantos modos martirizada seda encarecen, sino de algunas hojas verdes de lampazos y yedra entretejidas, con lo que quizá iban tan pomposas y compuestas como van agora nuestras cortesanas con las raras y peregrinas invenciones que la curiosidad ociosa les ha mostrado. Entonces se decoraban los concetos amorosos del alma simple y sencillamente, del mesmo modo y manera que ella los concebía, sin buscar artificioso rodeo de palabras para encarecerlos. No había la fraude, el engaño ni la malicia mezcládose con la verdad y llaneza. La justicia se estaba en sus proprios términos, sin que la osasen turbar ni ofender los del favor y los del interese, que tanto ahora la menoscaban, turban y persiguen. La ley del encaje (resolución que el juez dictaba según lo que se le "encajaba" en la cabeza) aún no se había sentado en el entendimiento del juez, porque entonces no había qué juzgar ni quién fuese juzgado. Las doncellas y la honestidad andaban, como tengo dicho, por dondequiera, sola y señera, sin temor que la ajena desenvoltura y lascivo intento le menoscabasen, y su perdición nacía de su gusto y propria voluntad. Y agora, en estos nuestros detestables siglos, no está segura ninguna, aunque la oculte y cierre otro nuevo laberinto como el de Creta; porque allí, por los resquicios o por el aire, con el celo de la maldita solicitud, se les entra la amorosa pestilencia y les hace dar con todo su recogimiento al traste. Para cuya seguridad, andando más los tiempos y creciendo más la malicia, se instituyó la orden de los caballeros andantes, para defender las doncellas, amparar las viudas y socorrer a los huérfanos y a los menesterosos. Desta orden soy yo, hermanos cabreros, a quien agradezco el gasaje y buen acogimiento que hacéis a mí y a mi escudero. Que aunque por ley natural están todos los que viven obligados a favorecer a los caballeros andantes, todavía, por saber que sin saber vosotros esta obligación me acogistes y regalastes, es razón que, con la voluntad a mí posible, os agradezca la vuestra.

Toda esta larga arenga - que se pudiera muy bien escusar- dijo nuestro caballero, porque las bellotas que le dieron le trujeron a la memoria la edad dorada, y antojósele hacer aquel inútil razonamiento a los cabreros, que, sin respondelle palabra, embobados y suspensos, le estuvieron escuchando. Sancho asimesmo callaba y comía bellotas, y visitaba muy a menudo el segundo zaque, que, porque se enfriase el vino, le tenían colgado de un alcornoque.

Más tardó en hablar don Quijote que en acabarse la cena, al fin de la cual uno de los cabreros dijo:

—Para que con más veras pueda vuestra merced decir, señor caballero andante, que le agasajamos con prompta y buena voluntad, queremos darle solaz y contento con hacer que cante un compañero nuestro que no tardará mucho en estar aquí; el cual es un zagal muy entendido y muy enamorado, y que, sobre todo, sabe leer y escrebir y es músico de un rabel (instrumento de cuerda que se tocaba con arco), que no hay más que desear.

Apenas había el cabrero acabado de decir esto, cuando llegó a sus oídos el son del rabel, y de allí a poco llegó el que le tañía, que era un mozo de hasta veinte y dos años, de muy buena gracia. Preguntáronle sus compañeros si había cenado, y, respondiendo que sí, el que había hecho los ofrecimientos le dijo:

—De esa manera, Antonio, bien podrás hacernos placer de cantar un poco, porque vea este señor huésped que tenemos que también por los montes y selvas hay quien sepa de música. Hémosle dicho tus buenas habilidades y deseamos que las muestres y nos saques verdaderos; y, así, te ruego por tu vida que te sientes y cantes el romance de tus amores, que te compuso el beneficiado tu tío, que en el pueblo ha parecido muy bien.

—Que me place —respondió el mozo.

Y sin hacerse más de rogar se sentó en el tronco de una desmochada encina, y, templando su rabel, de allí a poco, con muy buena gracia, comenzó a cantar, diciendo desta manera:

ANTONIO

—Yo sé, Olalla, que me adoras,
puesto que no me lo has dicho
ni aun con los ojos siquiera,
mudas lenguas de amoríos.
Porque sé que eres sabida,
en que me quieres me afirmo,
que nunca fue desdichado
amor que fue conocido.
Bien es verdad que tal vez,
Olalla, me has dado indicio
que tienes de bronce el alma
y el blanco pecho de risco.
Mas allá entre tus reproches
y honestísimos desvíos,
tal vez la esperanza muestra
la orilla de su vestido.
Abalánzase al señuelo
mi fe, que nunca ha podido
ni menguar por no llamado
ni crecer por escogido.
Si el amor es cortesía,
de la que tienes colijo
que el fin de mis esperanzas
ha de ser cual imagino.
Y si son servicios parte
de hacer un pecho benigno,
algunos de los que he hecho
fortalecen mi partido.
Porque si has mirado en ello,
más de una vez habrás visto
que me he vestido en los lunes
lo que me honraba el domingo.
Como el amor y la gala
andan un mesmo camino,
en todo tiempo a tus ojos
quise mostrarme polido.
Dejo el bailar por tu causa,
ni las músicas te pinto
que has escuchado a deshoras
y al canto del gallo primo.
No cuento las alabanzas
que de tu belleza he dicho,
que, aunque verdaderas, hacen
ser yo de algunas malquisto.
Teresa del Berrocal,
yo alabándote, me dijo:
«Tal piensa que adora a un ángel
y viene a adorar a un jimio (mono),
merced a los muchos dijes
y a los cabellos postizos,
y a hipócritas hermosuras,
que engañan al Amor mismo».
Desmentíla y enojóse;
volvió por ella su primo,
desafióme, y ya sabes
lo que yo hice y él hizo.
No te quiero yo a montón,
ni te pretendo y te sirvo
por lo de barraganía (amancebamiento),
que más bueno es mi designio.
Coyundas tiene la Iglesia
que son lazadas de sirgo (seda);
pon tú el cuello en la gamella (cada uno de los arcos del yugo):
verás como pongo el mío.
Donde no, desde aquí juro
por el santo más bendito
de no salir destas sierras
sino para capuchino.

Con esto dio el cabrero fin a su canto; y aunque don Quijote le rogó que algo más cantase, no lo consintió Sancho Panza, porque estaba más para dormir que para oír canciones, y, ansí, dijo a su amo:

—Bien puede vuestra merced acomodarse desde luego adonde ha de posar esta noche, que el trabajo que estos buenos hombres tienen todo el día no permite que pasen las noches cantando.

—Ya te entiendo, Sancho —le respondió don Quijote—, que bien se me trasluce que las visitas del zaque piden más recompensa de sueño que de música.

—A todos nos sabe bien, bendito sea Dios —respondió Sancho.

—No lo niego —replicó don Quijote—, pero acomódate tú donde quisieres, que los de mi profesión mejor parecen velando que durmiendo. Pero, con todo esto, sería bien, Sancho, que me vuelvas a curar esta oreja, que me va doliendo más de lo que es menester.

Hizo Sancho lo que se le mandaba, y, viendo uno de los cabreros la herida, le dijo que no tuviese pena, que él pondría remedio con que fácilmente se sanase. Y tomando algunas hojas de romero, de mucho que por allí había, las mascó y las mezcló con un poco de sal, y, aplicándoselas a la oreja, se la vendó muy bien, asegurándole que no había menester otra medicina, y así fue la verdad.

jueves, 5 de mayo de 2022

UN DIÁLOGO EFICAZ EN UN CAPÍTULO EN DONDE NO OCURRE NADA

Tras un final épico del Capítulo 8 donde Cervantes deja la trama en lo más alto, se concluye la estupenda batalla que el gallardo vizcaíno y el valiente manchego tuvieron. Este capítulo es el primero de la segunda parte del primer libro. De nuevo, Cervantes se dirige directamente al lector y le dice que le causó mucha pena no hallar el final de la batalla entre don Quijote y el escudero vizcaíno, y que le pareció increíble que el caballero no tuviera a algún sabio para documentar cada una de sus hazañas. Además nos dice que se puso a buscar la segunda parte de esta historia.

Cervantes cuenta que un día, estando en Toledo, se encontró con un muchacho que estaba vendiendo unos viejos papeles con texto en árabe. Llevó los papeles a un "morisco aljamiado" (que lee árabe y castellano) para que los tradujera. Cuando le leyó a Cervantes una nota en el margen sobre Dulcinea de Toboso, el autor se dio cuenta de que ésta era la historia que buscaba. El título del texto en árabe decía: "Historia de don Quijote de la Mancha, escrita por Cide Hamete Benengeli, historiador arábigo". Se emocionó tanto Cervantes por este hallazgo que le compró el texto al muchacho y le pidió al morisco que lo tradujera en su totalidad. Cervantes agrega que cree que la historia es verdadera y que el único motivo que tendría por no creerlo sería porque su autor es moro:

"Si a ésta se le puede poner alguna objeción cerca de su verdad, no podrá ser otra sino haber sido su autor arábigo, siendo muy propio de los de aquella nación ser mentirosos; aunque, por ser tan nuestros enemigos, antes se puede entender haber quedado falto en ella que demasiado".

Entonces Cervantes vuelve a la historia de la batalla entre don Quijote y el vizcaíno. Don Quijote gana esta batalla, pero con una lesión en la oreja y la celada rota. Al final de dicha batalla, pone la punta de su espada entre los ojos de su rival y le exige que se rinda. En eso, las señoras del coche le piden a don Quijote que le tenga merced. Don Quijote les responde que le perdonará la vida al escudero vizcaíno si promete irse a Toboso, presentarse ante Dulcinea y hacer todo lo que ella le mande. Sin saber quién es Dulcinea, las señoras le prometen que el escudero cumplirá su petición.



De lo que más le avino a don Quijote con el vizcaíno

 y del peligro en que se vio con una caterva de yangüeses

Ya en este tiempo se había levantado Sancho Panza, algo maltratado de los mozos de los frailes, y había estado atento a la batalla de su señor don Quijote, y rogaba a Dios en su corazón fuese servido de darle vitoria y que en ella ganase alguna ínsula de donde le hiciese gobernador, como se lo había prometido. Viendo, pues, ya acabada la pendencia y que su amo volvía a subir sobre Rocinante, llegó a tenerle el estribo y, antes que subiese, se hincó de rodillas delante dél y, asiéndole de la mano, se la besó y le dijo:

—Sea vuestra merced servido, señor don Quijote mío, de darme el gobierno de la ínsula que en esta rigurosa pendencia se ha ganado, que, por grande que sea, yo me siento con fuerzas de saberla gobernar tal y tan bien como otro que haya gobernado ínsulas en el mundo.

A lo cual respondió don Quijote:

—Advertid, hermano Sancho, que esta aventura y las a esta semejantes no son aventuras de ínsulas, sino de encrucijadas, en las cuales no se gana otra cosa que sacar rota la cabeza, o una oreja menos. Tened paciencia, que aventuras se ofrecerán donde no solamente os pueda hacer gobernador, sino más adelante.

Agradecióselo mucho Sancho y, besándole otra vez la mano y la falda de la loriga (mallas de la coraza en señal de respeto), le ayudó a subir sobre Rocinante, y él subió sobre su asno y comenzó a seguir a su señor, que a paso tirado, sin despedirse ni hablar más con las del coche, se entró por un bosque que allí junto estaba. Seguíale Sancho a todo el trote de su jumento, pero caminaba tanto Rocinante, que, viéndose quedar atrás, le fue forzoso dar voces a su amo que se aguardase. Hízolo así don Quijote, teniendo las riendas a Rocinante hasta que llegase su cansado escudero, el cual, en llegando, le dijo:

—Paréceme, señor, que sería acertado irnos a retraer a alguna iglesia, que, según quedó maltrecho aquel con quien os combatistes, no será mucho que den noticia del caso a la Santa Hermandad y nos prendan; y a fe que si lo hacen, que primero que salgamos de la cárcel, que nos ha de sudar el hopo (sudar hasta los pelos).

—Calla —dijo don Quijote—, ¿y dónde has visto tú o leído jamás que caballero andante haya sido puesto ante la justicia, por más homicidios que hubiese cometido?

—Yo no sé nada de omecillos —respondió Sancho—, ni en mi vida le caté a ninguno; solo sé que la Santa Hermandad tiene que ver con los que pelean en el campo, y en esotro no me entremeto.

—Pues no tengas pena, amigo —respondió don Quijote—, que yo te sacaré de las manos de los caldeos (de los mayores apuros, alusión bíblicas a las amenazas de los caldeos sobre los israelitas , en la profecías de Jeremías), cuanto más de las de la Hermandad. Pero dime por tu vida: ¿has visto más valeroso caballero que yo en todo lo descubierto de la tierra? ¿Has leído en historias otro que tenga ni haya tenido más brío en acometer, más aliento en el perseverar, más destreza en el herir, ni más maña en el derribar?

—La verdad sea —respondió Sancho— que yo no he leído ninguna historia jamás, porque ni sé leer ni escrebir; mas lo que osaré apostar es que más atrevido amo que vuestra merced yo no le he servido en todos los días de mi vida, y quiera Dios que estos atrevimientos no se paguen donde tengo dicho. Lo que le ruego a vuestra merced es que se cure, que le va mucha sangre de esa oreja, que aquí traigo hilas y un poco de ungüento blanco en las alforjas.

—Todo eso fuera bien escusado —respondió don Quijote— si a mí se me acordara de hacer una redoma del bálsamo de Fierabrás (gigante sarraceno y rey de Alejandría que poseía un bálsamo milagroso que se usó para embalsamar a Cristo), que con sola una gota se ahorraran tiempo y medicinas.

—¿Qué redoma y qué bálsamo es ese? —dijo Sancho Panza.

—Es un bálsamo —respondió don Quijote— de quien tengo la receta en la memoria, con el cual no hay que tener temor a la muerte, ni hay pensar morir de ferida alguna. Y ansí, cuando yo le haga y te le dé, no tienes más que hacer sino que, cuando vieres que en alguna batalla me han partido por medio del cuerpo, como muchas veces suele acontecer, bonitamente la parte del cuerpo que hubiere caído en el suelo, y con mucha sotileza, antes que la sangre se yele, la pondrás sobre la otra mitad que quedare en la silla, advirtiendo de encajallo igualmente y al justo. Luego me darás a beber solos dos tragos del bálsamo que he dicho, y verásme quedar más sano que una manzana.

—Si eso hay —dijo Panza—, yo renuncio desde aquí el gobierno de la prometida ínsula, y no quiero otra cosa en pago de mis muchos y buenos servicios sino que vuestra merced me dé la receta de ese estremado licor, que para mí tengo que valdrá la onza adondequiera más de a dos reales, y no he menester yo más para pasar esta vida honrada y descansadamente. Pero es de saber agora si tiene mucha costa el hacelle.

—Con menos de tres reales se pueden hacer tres azumbres (algo más de seis litros) —respondió don Quijote.

—¡Pecador de mí! —replicó Sancho—, pues ¿a qué aguarda vuestra merced a hacelle y a enseñármele?

—Calla, amigo —respondió don Quijote—, que mayores secretos pienso enseñarte, y mayores mercedes hacerte; y, por agora, curémonos, que la oreja me duele más de lo que yo quisiera.

Sacó Sancho de las alforjas hilas y ungüento. Mas, cuando don Quijote llegó a ver rota su celada, pensó perder el juicio y, puesta la mano en la espada y alzando los ojos al cielo, dijo:

—Yo hago juramento al Criador de todas las cosas y a los santos cuatro Evangelios, donde más largamente están escritos, de hacer la vida que hizo el grande marqués de Mantua cuando juró de vengar la muerte de su sobrino Valdovinos, que fue de no comer pan a manteles, ni con su mujer folgar, y otras cosas que, aunque dellas no me acuerdo, las doy aquí por expresadas, hasta tomar entera venganza del que tal desaguisado me fizo.

Oyendo esto Sancho, le dijo:

—Advierta vuestra merced, señor don Quijote, que si el caballero cumplió lo que se le dejó ordenado de irse a presentar ante mi señora Dulcinea del Toboso, ya habrá cumplido con lo que debía, y no merece otra pena si no comete nuevo delito.

—Has hablado y apuntado muy bien —respondió don Quijote—, y, así, anulo el juramento en cuanto lo que toca a tomar dél nueva venganza; pero hágole y confírmole de nuevo de hacer la vida que he dicho hasta tanto que quite por fuerza otra celada tal y tan buena como esta a algún caballero. Y no pienses, Sancho, que así a humo de pajas hago esto, que bien tengo a quien imitar en ello: que esto mesmo pasó, al pie de la letra, sobre el yelmo de Mambrino, que tan caro le costó a Sacripante.

—Que dé al diablo vuestra merced tales juramentos, señor mío —replicó Sancho—, que son muy en daño de la salud y muy en perjuicio de la conciencia. Si no, dígame ahora: si acaso en muchos días no topamos hombre armado con celada, ¿qué hemos de hacer? ¿Hase de cumplir el juramento, a despecho de tantos inconvenientes e incomodidades, como será el dormir vestido y el no dormir en poblado, y otras mil penitencias que contenía el juramento de aquel loco viejo del marqués de Mantua, que vuestra merced quiere revalidar ahora? Mire vuestra merced bien que por todos estos caminos no andan hombres armados, sino arrieros y carreteros, que no solo no traen celadas, pero quizá no las han oído nombrar en todos los días de su vida.

—Engáñaste en eso —dijo don Quijote—, porque no habremos estado dos horas por estas encrucijadas, cuando veamos más armados que los que vinieron sobre Albraca, a la conquista de Angélica la Bella.

—Alto, pues; sea ansí —dijo Sancho—, y a Dios prazga que nos suceda bien y que se llegue ya el tiempo de ganar esta ínsula que tan cara me cuesta, y muérame yo luego.

—Ya te he dicho, Sancho, que no te dé eso cuidado alguno, que, cuando faltare ínsula, ahí está el reino de Dinamarca, o el de Sobradisa, que te vendrán como anillo al dedo, y más que, por ser en tierra firme, te debes más alegrar. Pero dejemos esto para su tiempo, y mira si traes algo en esas alforjas que comamos, porque vamos luego en busca de algún castillo donde alojemos esta noche y hagamos el bálsamo que te he dicho, porque yo te voto a Dios que me va doliendo mucho la oreja.

—Aquí trayo una cebolla y un poco de queso, y no sé cuántos mendrugos de pan —dijo Sancho—, pero no son manjares que pertenecen a tan valiente caballero como vuestra merced.

—¡Qué mal lo entiendes! —respondió don Quijote—. Hágote saber, Sancho, que es honra de los caballeros andantes no comer en un mes, y, ya que coman, sea de aquello que hallaren más a mano; y esto se te hiciera cierto si hubieras leído tantas historias como yo, que, aunque han sido muchas, en todas ellas no he hallado hecha relación de que los caballeros andantes comiesen, si no era acaso y en algunos suntuosos banquetes que les hacían, y los demás días se los pasaban en flores. Y aunque se deja entender que no podían pasar sin comer y sin hacer todos los otros menesteres naturales, porque en efeto eran hombres como nosotros, hase de entender también que andando lo más del tiempo de su vida por las florestas y despoblados, y sin cocinero, que su más ordinaria comida sería de viandas rústicas, tales como las que tú ahora me ofreces. Así que, Sancho amigo, no te congoje lo que a mí me da gusto: ni quieras tú hacer mundo nuevo, ni sacar la caballería andante de sus quicios.

—Perdóneme vuestra merced —dijo Sancho—, que como yo no sé leer ni escrebir, como otra vez he dicho, no sé ni he caído en las reglas de la profesión caballeresca; y de aquí adelante yo proveeré las alforjas de todo género de fruta seca para vuestra merced, que es caballero, y para mí las proveeré, pues no lo soy, de otras cosas volátiles (aves) y de más sustancia.

—No digo yo, Sancho —replicó don Quijote—, que sea forzoso a los caballeros andantes no comer otra cosa sino esas frutas que dices, sino que su más ordinario sustento debía de ser dellas y de algunas yerbas que hallaban por los campos, que ellos conocían y yo también conozco.

—Virtud es —respondió Sancho— conocer esas yerbas, que, según yo me voy imaginando, algún día será menester usar de ese conocimiento.

Y sacando en esto lo que dijo que traía, comieron los dos en buena paz y compaña. Pero, deseosos de buscar donde alojar aquella noche, acabaron con mucha brevedad su pobre y seca comida. Subieron luego a caballo y diéronse priesa por llegar a poblado antes que anocheciese, pero faltóles el sol, y la esperanza de alcanzar lo que deseaban, junto a unas chozas de unos cabreros, y, así, determinaron de pasarla allí; que cuanto fue de pesadumbre para Sancho no llegar a poblado fue de contento para su amo dormirla al cielo descubierto, por parecerle que cada vez que esto le sucedía era hacer un acto posesivo que facilitaba la prueba de su caballería.


lunes, 2 de mayo de 2022

Días sin ti

En busca del latido

Dos historias de amor truncadas, una por la vida y la otra por la muerte.
Días sin ti (Seix Barral, 2019) es la complicidad a través del tiempo, de una abuela y su nieto. Dora, maestra en tiempos de la República, comparte con Gael la historia que la ha llevado a ser quien es. Con ternura, pero con crudeza, confiesa sus emociones a su nieto escultor, un joven con una sensibilidad especial, y le brinda, sin que éste lo sepa todavía, las claves para reponerse de las heridas causadas por un amor truncado.
A través de la reflexión y de lo que enseña la melancolía, esta novela transita esos caminos por los que todos, en algún momento, tenemos que pasar para comprender que la vida y el amor son sublimes precisamente porque tienen un final.
“Dora solía decir que es breve el tiempo que lleva acostumbrarse a las sombras, pero que, sin embargo, uno nunca se hace del todo a la claridad, como si solo nos sintiéramos a salvo en nuestros propios recovecos, allí donde nadie es capaz de llegar.”
El protagonista y narrador de esta historia es Gael, un joven madrileño que se acerca a la treintena. Tras estudiar Bellas Artes, comienza a dar clases de escultura en una academia mientras sigue luchando por cumplir su sueño: ser escultor y vivir de su obra. Cuando conoce a Marta, la modelo que posa para sus alumnos, este se enamora salvajemente de ella y comparten días intensos. Pero, como todo en la vida, ese amor tiene un final.
La otra protagonista de Días sin ti es Dora, la abuela de Gael, quien también en primera persona y a través de una especie de diario le cuenta a su nieto su historia de amor con Gael, su abuelo. Dora abandona La Hiruela, su pequeño pueblo por la capital para ser maestra durante la República. Siente pasión por la enseñanza, la cultura, la libertad de expresión. Pero cuando se enamora de uno de sus alumnos ambos tienen que huir al sur, a Alhama, donde nadie los conoce, para empezar desde cero.

Además de contar su historia de amor, llena de crudeza, dolor, injusticia, rabia, sufrimiento y muerte, las palabras que Dora deja a su nieto son un testimonio de la República, la Guerra Civil y la posguerra. Un homenaje a la memoria histórica de nuestro país.

Días sin ti habla de sentimientos, de emociones, de caminos que todos, alguna vez, hemos recorrido y en los que nos vemos reflejados. El amor, la familia, la amistad, los ideales, la pérdida, las heridas, la muerte. Todo con un estilo lleno de lirismo y musicalidad, donde Elvira Sastre ha querido mostrar la complicidad entre Dora y su nieto Gael.
“Es así: el amor no es más que comprensión. Al fin y al cabo, entender a alguien es mucho más sencillo que entendernos a nosotros mismos. Basta con abrir los ojos y aguzar la mirada, responder sus preguntas con sus respuestas y no con las nuestras, y dejar la puerta siempre abierta.”
El libro está estructurado en 13 capítulos cuyos títulos son sencillamente maravillosos.

- Día cero.
- Día uno sin ti: Te echo tanto de menos que en mi reloj aún es ayer.
- Día dos sin ti: No salgo de la cama. Aún estás conmigo, tan guapa, aunque sea en mis pesadillas.
- Día tres sin ti: No llamas y todo, las canciones mi cama la pena mi pecho tu nombre mi nombre con el tuyo tus fotos mis trozos nuestros restos, comunica.
- Día cuatro sin ti: Me abandonaste a las tres en punto. El reloj lleva cuatro días marcando las tres y cinco.
- Día cinco sin ti: Tu ausencia aplastando mis entrañas. Pareciera que han pasado por mi alma noventa años.
- Día seis sin ti: Hoy solo he llorado escuchando a Andrés y leyendo a Ernesto. Voy mejorando.
- Día siete sin ti: Mi madre me ha besado las ojeras y he salido del ataúd que es mi cama sin ti, dejando al lado de la almohada una nota de resurrección.
- Día ocho sin ti: Me he ido a dar un paseo a la playa, ha llovido como si le hubieran roto el corazón al cielo y he comprendido que uno es de donde llora, pero siempre querrá ir a donde ríe.
- Día nueve sin ti: No te olvido, pero hoy he vuelto a reír de nuevo y he sentido un anhelo reconfortante al abrir la ventana, como si el aire barriera los fantasmas de mi suelo.
- Día diez sin ti: He dejado de huir porque me he dado cuenta de que soy el único que me sigue. Tu recuerdo tampoco, se ha quedado atrás. Creo que me acerco a la meta.
- Día once sin ti: Me he olvidado de que te estaba olvidando y te he olvidado.
- Día doce sin ti: He conocido a alguien, soy yo. Voy a darme una oportunidad.

Y, capítulo tras capítulo, las historias de pérdida, amor, desamor, felicidad o tristeza se van entretejiendo de tal modo que el lector descubre que no son tan diferentes como creen. Y que Dora se convierte en todo un ejemplo para Gael. Y que las vivencias de ambos personajes podrían ser las nuestras propias y las de nuestros antepasados.


La prosa directa y sencilla de Elvira Sastre, logra desnudar su alma pedazo a pedazo a través de los relatos de sus personajes. A través de cada reflexión o aprendizaje de ambos, consigue plasmar sus emociones, sentimientos, ideas y miedos más profundos. Esos que son tan difíciles de expresar con palabras porque te da la sensación de que se quedan cortas ante lo que estás viviendo o sintiendo. Ella lo hace, y a la perfección.
Con una estructura cíclica y lírica, este libro destaca también por su capacidad para enseñarnos lo necesario que es recuperar el arte de la conversación, de hablar con los demás, de aprender de sus vidas para encauzar las nuestras.
También contiene reflexiones muy interesantes, sobre todo esa idea de que todos los amores necesitan un tiempo y que la pérdida también forma parte del mismo. Muy interesante ese intercambio generacional que se da entre la abuela que ya ha vivido mucho y el nieto que se está abriendo camino en el complejo mundo del arte y de la cultura.
“Sin embargo, una termina aprendiendo a no luchar contra esos momentos del pasado, sino a hacerles frente, plantarles cara y atreverse a vivirlos, a recuperarlos, a dejar que sucedan, que se queden un rato, que nos acudan por dentro… Una deja que vuelvan el tiempo que haga falta, para que así se puedan marchar del todo”.
Elvira Sastre, a través de las palabras de Dora. nos ayuda a buscar el latido, aquello que nos hace ser felices, en todo lo que hacemos a lo largo de nuestra vida y a no olvidar nunca que los días sin ti son días conmigo.